Por aquello de que nos gusta simplificar las cosas, reducimos la vida y nuestro entorno a pares opuestos: yin y yang, conservador y progresista, pepsi cola y coca cola, Madrid y Barça, Sevilla y Cádiz, fumadores y no fumadores. Desde que nos puede la lechina de lo políticamente correcto, a esta última definición se le añade la acepción de fumadores y fumadores pasivos, o sea, los que pasan por el estanco o buitrean a los amigos y los que se tragan el humo sin tener que ponerse el cilindrín en la boca. Medio en serio medio en broma, yo siempre había dicho, más que nada por llevar la contraria, que era fumador pasivo-pasivo: o sea, que no fumo ni he fumado jamás, pero que en el fondo no me molestaba demasiado que otros lo hicieran. Una exhibición de talante por mi parte, creía yo. Pero qué va, ni por esas.
Por mucho savoir faire y mucha comprensión que uno quiera demostrar en este tema, acaba por descubrir que las guerras del humo nos llevan a todos por delante. En mi grupo de asiduos creo que sólo hay una o dos personas que fuman, siendo los demás castos y puros en esto de quemar tabaco o, en todo caso, ex-fumadores reconvertidos que imagino que en el fondo se mueren por dar una caladita a escondidas. He venido a comprobar que existe una entente cordiale cuando hablamos de política, de películas, de televisión, de cine o de cualquiera de esos temas en los que se pueden tener opiniones contrarias (o sea, cualquier tema, que eso es lo bueno que tienen las sobremesas), y que suele optarse por el buen rollito, la educación, las maneras, la comprensión y demás: tú a lo tuyo, yo a lo mío, y cada loco con su tema. Menos cuando se trata del tabaco y lo que se necesita contra lo que molesta. Entonces, ay, por mucho fumadores pasivos-pasivos que queramos ser, al final acabamos atrincherándonos en posiciones extremas, y acaban tildándonos de fascistas a los no fumadores o nosotros acabamos acusando de intransigentes a los que sí fuman. Nunca aquello de �mi libertad termina donde empieza la de los demás� ha tenido más claro paradigma.
La que se nos viene encima, santo cielo, a partir de primero de año, si la nueva ley prospera. Si este diciembre pasado todos nos hicimos unas risas con la coletilla rimada del nuevo año que a lo tonto a lo tonto se nos mete ya en primavera, no vean ustedes la de tinta que se va a gastar de aquí a dentro de unos meses cuando entren en vigor las medidas que se preven para el tema. Seiscientos euros de vellón por fumar, madre mía, parece un desatino, cien mil pelillas de las de antes, esas que nunca se nos quitarán de la cabeza (¡y nos burlábamos de los viejecillos que contaban en reales!), aunque no se especifica si saldrá más cara la multa fumando rubio o fumando negro, mentolado (¿existen todavía?) o el light ese que dicen que en el fondo tiene más alquitrán y es más cancerígeno.
La medida va en serio, nos advierten. A partir de enero, ni un centro público con humos nocivos, y por supuesto los restaurantes tendrán que habilitar zonas para fumadores y no fumadores� cosa que agradezco pero que me deja de piedra, porque esa medida, la de segregarnos a un lado y a otro del lugar, se practica en Europa, que yo sepa, desde hace veinte años. Mucho me temo que la cosa vaya a ir en plan tibio-tibio, porque resulta que los restaurantes de menos de cien metros cuadrados y los bares tendrán opción de elegir, o sea, que allí fumará todo el mundo (menudos son los Horecas y sus equivalentes que hay desperdigados por España), con lo que me extraña un mucho qué validez va a tener una ley que cada uno puede interpretar como le venga en gana.
Y encima los pobres padres de los menores de edad tendrán que pagar las multas de sus hijos, como si no tuvieran ya bastante con preocuparse porque sobrevivan a los cates y las noches de movida. Medidas decorativas, todas ellas, como cuando a Popeye le quitaron la pipa y a Lucky Luke le cambiaron la colilla por una brizna de hierba. Si de verdad quisieran acabar con el tabaquismo todos sabemos contra quiénes habría que volver las leyes. No nos caerá esa breva.
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