Y en esas que Torre andaba medio chungaleta, arrastrando desde antes de Carnaval una tos de esas jartibles que no se le quitaba de lo alto por más jarabe que tomara y más vivaporú que se frotara en el pechito, y como desde que se quitó de encima el peso del bar Vicentito Quignon llevaba una vida de millonario, tol día pacá y pallá y venga a contectarse a Internet y a tomarse tapitas y hasta asistir a presentaciones de libros, consiguió convencerlo, venga joé, de que levantara el ánimo, que el invierno se tendría que terminar por güitos en una o dos semanas, y que entonces ya llegarían los calorcitos y los guayabos en la playa, y allá que se fueron los dos un miércoles al cine, aprovechando que es día del espectador y las entradas salen más baratas, aunque jolín con lo que vale el cine ya, un ojo de la cara, y se sentaron a la izquierda en una sala a oscuras donde estaban pasando avances de una peli de vaqueros donde todos tenían cara de idiotas, pero lo que ellos iban a ver era la última del Clinisvu, que le acababan de dar un mogollón de oscars, y además era de boxeo y salía una chavala que más que cantuda, estaba cachas. La leche jodía, lo que menos se podían esperar los dos es que el viejo Clint tuviera tantos escrúpulos a la hora de dar las buenas noches, con lo machote que era cuando era joven y gastaba poncho y patillas, y el pobre Vicente no sabía donde meterse mientras miraba a Torre por el rabillo del ojo intentando no soltar el moco allí mismo, pero Torre se portó como el tío que sabía ser y no tosió ni ná y fue capaz de tragarse sin chistar la peli entera, con las castas de Amenábar, que no había querido ir a ver la suya de mar padentro porque a él le iban más las pelis de acción y aventuras, y resulta que aquí lo que se encontraron no fue una versión en chavalita dentuda de las aventuras de Rocky Balboa, sino otra cosa, coño ya, y salieron los dos del cine que ni les quedaron ganas de tomarse un cafelito en La Gloria. Y esa noche en su casa de Marqués de Cropani, en vez de ver al portero cachondo de Aquí no hay quien viva, Torre se hartó de llorar como una maricona, no porque lo que le pasaba a la chavala aquella hubiera sido, en plan jevi, lo mismito que le había pasado a él en aquella velada en El Portillo hacía la tira de años, a Dios gracias, sino porque algo le decía que tenía que haberse visto reflejado en aquel gimnasio de barrio tan cutre, en aquellos carteles de glorias ya ignoradas, en aquellos ejercicios de guantes y sombras, y que el olor del cuero y el sebo y el sudor y la lona se le tendría que haber clavado entre los ojos, como un derechazo bien colocado, como un protector que te tuerce un gancho de izquierda, pero que va, ni por esas: Torre se hinchó a llorar esa noche porque, con todo y con eso, no era capaz de recordar nada.
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Categorías: Historias de Torre