Y lo quemarán todo, hasta arrasarlo. O tal vez la sequía extendida de un confín al otro del planeta será lo que convierta en un infierno esto que, según dicen, empezó en un rinconcito entre dos ríos al que llamamos Paraíso. O los inviernos serán cada vez más fríos, y los veranos más calurosos, y nos faltará el aire, o nos calcinará la pureza no filtrada del oxígeno. Y nos daremos codazos unos con otros cuando nos demos cuenta de que somos, desde hace mucho tiempo, demasiados, y no quedarán recursos para dar de comer a los hijos de nuestros hijos.
No es catastrofismo, aunque Hollywood haya metido baza, miedo y efectos especiales en el tema de vez en cuando. Es, por desgracia, el futuro al que estamos abocados si no nos dejamos de una vez de tonterías y hacemos un poco balance de lo que tenemos, de lo que tuvimos, y de lo que es necesario que sigamos teniendo. La literatura especulativa de la que me nutro y a veces practico ha tocado esos futuros de pesadilla de todas las maneras posibles: sin duda se habrá equivocado en la mayoría de ellas, pero baste con que ponga el dedo en la llaga, que imagine cómo todo podría ir a peor por un simple parpadeo o descuido por nuestra parte, para que su mensaje sea un aldabonazo, una llamada de atención. No es catastrofismo, y me parece que es bueno que la ministra de hoy alerte de que puede llegar un día futuro, quizá lejano, en que tengamos que replantearnos que hemos perdido, definitivamente, ese paraíso.
Estamos aquí, por si no nos habíamos fijado con atención, de simple paso. Somos unos realquilados. Los fideicomisos de un tesoro que, de momento, es único en el universo. Sin la perspectiva a la que nos obliga a la mayoría la carrera de ratas que es nuestra vida no queremos reconocer, desde países enteros a trusts económicos a portavoces del perpetuo optimismo de lo suyo, que no somos precisamente cuidadosos con el partidito en que habitamos, y que nos importa un bledo dejarlo todo manga por hombro para cuando nos hayamos largado. Esa falta de perspectiva nos hace quitar hierro a esas posibles incidencias futuras contra las que, desde hace mucho tiempo, ha alertado el protocolo de Kyoto, y sin embargo bastaría con echar un vistazo atrás y tratar de medir qué hemos perdido desde hace, por ejemplo, un siglo, para tener que darle la razón al poeta y admitir que, verdaderamente, las manzanas ya no huelen ni la ciencia es neutral.
Todavía es válido, letra por letra y punto por punto, el mensaje que el jefe indio Seattle enviara al Gran Padre Blanco norteamericano hace ciento cincuenta años, tan parecido a la parte final del discurso del pequeño barbero judío de El gran dictador. Cagamos en el mismo sitio donde comemos, y como resultado tenemos lo que nos merecemos
pero no lo que se merece nuestro mundo, ni nuestros hijos. Ni siquiera se trata de una cuestión de ecologismo radical, sino de pensar con la cabeza y medir una mijita más nuestros pasos por el mundo.
Una de las misiones de la ciencia, y de la literatura misma, es la de especular sobre nuestros mañanas posibles. La de los políticos (si es que es cierto que son los políticos los que manejan el cotarro y no, como también se especula en muchos libros, ignotos lobbies de presión económica) es tener en cuenta lo que podría pasar, y actuar antes de que eso suceda, no tener siquiera que recurrir al parche, sino prever que nunca salga el grano.
Lo contrario será escurrir el bulto, esconder la cabeza en la arena, optimismo fuera de sitio, el cuento de la lechera redivivo. Resulta paradójico que, cuando en todos los demás aspectos de nuestra convivencia buscamos la seguridad, no lo hagamos con eso que es aún más importante que nuestra comodidad personal o nuestra supervivencia individual: homologar que exista un futuro para nuestro futuro.
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