Tengo una cicatriz que me cruza la cara, desde un lado de la nariz hasta el rabillo del ojo derecho. No se me nota nada, aunque no tengo párpado por ello: secuelas de una accidente de coche, hace muchos años, cuando me rompí las gafas que me cortaron como una gillotina un trozo de carne. Lo aparatoso de la herida, el no ver con un ojo durante una media hora interminable, la manga y el jersey y aquella bufanda roja tan querida manchada de sangre no me llenaron de histeria, ni la operación a toda prisa y casi sin anestesia porque, sencillamente, no me veía el estropicio.
La cosa no tendría nada de particular si no fuera porque, como bromeaba con la enfermera que me atendía (la recuerdo joven y guapa y yo sin duda, aunque disimulara, estaba nervioso), era una herida exactamente igual a la que, en una de sus aventuras de Lágrimas de luz, marcaba el rostro de Hamlet Evans, con quien yo había jugado a confundirme y camuflarme. Pero, claro, yo había escrito la novela seis o siete años antes de mi accidente.
Pueden pensar ustedes que es una casualidad o, como mucho, un caso de vida imitando al arte. Pero escribir tiene un algo de sortilegio, de llamada de magia, y con los años he venido a comprobar que parece como si existiera una especie de suprarrealidad por encima de todos nosotros, algo que hace que una cosa se confunda con la otra. No es que uno quiera ser agorero, pero algunas de las cosas que escribo luego pasan.
Hay algunos ejemplos más. Hace unos años estaba escribiendo un relato, "La sed de las panteras", que luego dio titulo a una recopilación. La historia de un miliciano francés que, en pleno asedio a Madrid en el 36, recibe la llamada de Alberti y Picasso y los intelectuales del momento para que se encargue de echarles una mano en la evacuación de los cuadros del Museo del Prado. Como sé poco francés (por no decir nada), llamé Jean-Jacques Dumas al personaje. Y para justificar que no estuviera pegando tiros en la sierra del Guadarrama y pudiera estar allí, le inventé un brazo herido, en cabestrillo. Inicié el relato con un bombardeo, y el momento en que sacan el cadáver de una niñita de entre los escombros. Poco después, mientras seguía documentándome para el tema, vi esas mismas imágenes, en un documental de la serie "España en guerra". Puede que fuese casualidad, nuevamente, y hasta es posible que hubiera visto ese documental antes, y se me hubiera grabado en la memoria de acceso no directo.
Pero estaba escribiendo el momento en que Alberti y Dumas y compañía empezaban a evacuar los cuadros, una noche. Al día siguiente, cuando me preparaba para ir a clase y puse el telediario mañanero, veo exactamente pasar por la pantalla la misma escena que yo había descrito unas cuantas horas antes. Nuevamente, es posible que hubiera visto ya esas escenas en otro lugar. Lo curioso es la coincidencia en el momento. El motivo, ay, fue que acababa de morir Rafael Alberti, a quien acabé por dedicar esa historia.
Una nueva coincidencia, en esa historia, se produjo cuando, ya prácticamente terminado el relato (y recuerden el detalle del brigadista con el brazo vendado caminando con su compañero a la luz de una linterna), accedo a la obra de teatro del mismo Alberti, "Noche de guerra en el Museo del Prado", de donde pensé sacar algún detallito más. Me quedé de piedra cuando, al empezar a leer la historia, veo que ésta empieza con la llegada al sótano de dos milicianos, uno con una linterna, el otro con el brazo en cabestrillo. Tuve que poner en el texto, claro, que Alberti acabaría por retratar a Dumas en la obra que iba a escribir sobre aquel tema algún día. Para remate, cuando se empezó a adaptar esa historia al cómic (y que nunca se continuó), descubrimos que el marchante de Picasso en aquella época era un francés... llamado Dumas.
En otro relato (más bien novela corta, al menos fue premiada por ello), "La piel que te hice en el aire", me basé libremente en la historia de Las Costus y la movida madrileña. Nunca estuve en ese sitio. Mi información para el relato fue apenas una exposición de García-Alix que tuvo lugar en la Diputación de Cádiz por aquellos días, y embellecer un poco la historia. Nunca había visto ninguna foto de Las Costus, y apenas conocía uno o dos de sus cuadros; pero insistí mucho en la larga mata de pelo de uno de ellos, y hace apenas unos días he visto por fin una foto y, sí, en efecto, tiene esa misma mata de pelo que yo asociaba, no sé por qué, con la de los cantantes de Locomía.
En ese relato, al hablar de la movida, contaba una escena donde decía que, en pleno happening desmadrado, alguien le afeitaba el sexo a Alaska mientras Ana Curra (la cantante de Los Zombis, si mal no recuerdo, y pareja entonces de García-Alix) fumaba kifi. Una escena inventada, ensoñada, por el puro morbo de ponerla. Hace unos meses mi amigo Antonio Rivas, Gorin, me corrigió: a Alaska no le habían afeitado nada, me dijo, te has equivocado. A quien sí afeitaron en público fue a Ana Curra. O sea, al revés de como lo cuentas. Me quedé de piedra nuevamente, porque yo me lo había inventado todo.
Como el relato (o la novela corta) arranca en mi mismo colegio, donde uno de los dos personajes (Quimera en la historia, aunque no es difícil identificarlos como Costus) parece que estudió, y mi colegio está lleno de las orlas que tanta importancia tienen en la historia, me decidí a buscar en qué orla estaba la persona real. No la encontré, como no la encuentra el personaje en la trama. Cuando por fin la localicé, era exactamente la misma que yo había descrito (quizás porque deducía cuál era la que faltaba). Curiosamente, el nombre se le había borrado a la foto, por efecto del sol, como si en efecto fuera el fantasma que luego existe en el cuento. Tuve que incluir el detalle en la historia.
También, por motivos de narración, cambié la disposición de la portería y la administración del colegio, para que desde una se pudiera ver perfectamente la otra y el climax del final del relato se viera en un largo plano-secuencia. ¿Hace falta que les diga que, apenas seis meses después de redactada la historia, hubo obras en el colegio y ahora portería y secretaría están como se cuenta en la historia, en línea?
En uno de mis cuentos más celebrados, "Una canica en la palmera", elucubré sobre la explosión de Cádiz y la historia de un niño fantasma, Pablo, que no sabe que lo es. Me documenté a fondo sobre el caso, de manera que las películas que se citan, los detalles que se cuentan, los datos que se ofrecen, son reales. Terminado el relato, descubro que, de los niños que murieron en la Casa Cuna ese día de agosto de hace más de medio siglo, no se recuperó el cadáver de uno de ellos.
Hace apenas unos meses, me escribió alguien, preguntándome de dónde había sacado los datos de los fenómenos paranormales que él estaba investigando en esa misma Casa Cuna donde yo había emplazado mi historia. Le dije que, naturalmente, de ninguna parte, que me lo había inventado todo. Y él me envió las fotocopias de una revista de esas de lo paranormal (en lo que, por si lo dudan ustedes, yo no creo) donde parece que, vaya, hay fenómenos inexplicables en esa Casa Cuna que a mí me convino por exigencias del guión.
Da un poquito de respeto, entonces, decidirte a escribir según qué cosas. Sé que ahí hay argumento para un cuento. Pero les aseguro que me da miedo escribirlo.
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