Vengo, lo saben ustedes, de presentar en Madrid "Elemental, querido Chaplin", eso que los artistas llaman bolos y que para mí, novato aunque lleve veinte años de profesión, todavía me desconcierta un poco. Estoy en plena promoción del libro, y me sorprende que me saquen por la tele y me llamen de las radios y los periodistas me interroguen sobre posibles argumentos alternativos a mi historia y, como siempre, que el fetichismo de todo esto se traduzca en que pidan que les emborrone la primera página con unas palabritas y una firma.
En ese vértigo de lanzar un libro al mercado hay un algo de desesperación poética, no se crean. Viene a ser lo mismo que rellenar una quiniela, que comprar un número de la lotería, que esperar que te toque en el examen las preguntas que te sabes de memoria. Es como lanzar una botella al mar con un mensaje, y en ese mensaje te juegas la vida, y cuando realizas ese gesto ya sólo te queda esperar a que alguien la encuentre flotando a la deriva, y la abra, y llegue a ti y te conozca.
Uno observa su libro nuevo, lo mira y remira, lo huele y lo hojea, repasa líneas que no recuerda haber escrito, se sorprende de detalles que ignoraba que estaban allí. Es un tótem de uno mismo, un libro. Y sale a la calle creyendo que todo el mundo, todo, tendría que estar en alerta, corriendo a ver lo que has dado de ti mismo. ¿Cómo puede ignorar esa rubia que pasa por la calle, presurosa y abrigada, que yo he editado un nuevo libro? El adolescente que recorre la romería de las librerías especializadas y se detiene una y otra vez en los mismos libros históricos, en los mismos monstruos que ya nos sabemos de memoria, ¿cómo no puede saltar al estante donde está mi libro nuevo, cómo puede ignorar que yo existo porque mi libro existe?
Del vértigo de estos días de promoción, y los que me quedan, se despierta uno como de un espejismo. Porque la gran verdad es que la rubia presurosa y abrigada continuará su camino con otras mil cosas en la cabeza, y los adolescentes que recorren las romerías de las librerías especializadas seguirán extasiándose con sus libros de monstruos, para nosotros ya historia. Editar un libro es lanzar una botella al mar, un mar que ya está lleno de otras botellas, de otros libros. Sé que mi libro es el libro más hermoso del mundo, que huele mejor que ningún otro libro de los que ocupan del cielo al techo los estantes de grandes superficies dedicadas a esto de la cultura. Pero me engaño adrede, claro. Mi libro es un libro más, entre montones, entre millares de libros. Una botella que seguirá flotando a la deriva, y que tal vez tenga la suerte de encontrar un destinatario que la encuentre a su vez y a través de su mensaje llegue a mí, y me conozca.
Decían que publicar un libro es como tener un hijo. No es verdad. Tu hijo es tuyo para siempre, tu gran responsabilidad de por vida. Haga lo que haga, te preocupará su suerte y su felicidad, aunque tarde o temprano se vaya de casa y se convierta, por ti, en reflejo de lo que eres. Tu libro echa a volar más pronto, se independiza en cuanto está en las librerías, a la espera de que su reclamo mágico encuentre otra voz que le de sentido, de otra garganta que beba su líquido embriagante, de otro padre que se desvele por él siquiera durante unas pocas noches.
Un libro es una botella lanzada al mar atestado de vidrio. Pero si no lo lanzas, si no llenas antes de fuego de vida esa botella, no la encontrará nadie. En eso estamos. Ahí seguimos.
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