Como los cofrades, como los agricultores, cuando escribo estas líneas imagino que una gran proporción de gaditanos está con la vista puesta en el cielo. Lo cantábamos de broma hace algunos años, cuando lo de las restricciones de agua que al paso que vamos acabarán por regresar, quizá incluso antes de atrevernos a salir a la calle con una chirigota ilegal, aunque les juro que todos pagábamos religiosamente nuestros impuestos: Carnaval, carnaval, dulce carnaval, todo el año con sequía... y llueve en carnaval (repítase ad infinitum con la música de Jingle bells y ahí tienen ustedes estribillo que desplace al sobado papá pato que sólo se oye los sábados en las bullas del casco antiguo). Ya tiene guasa, sí, que amenace lluvia justo cuando se apetece salir a la calle vestido de foam, sin bolsillos ni cremalleras donde tienen que estar las cremalleras, hechos a la idea de que se va a pasar frío (estamos, a mucha honra, en febrero), y a beber chiclana de garrafón y a tener que lidiar con calles que imitan los canales venecianos cuando no son un cenagal de arenas movedizas, como aquellas que cada veinte tebeos se querían tragar al Capitán Trueno... arenas movedizas que antes estuvieron centrifugándose dentro de algún estómago, no sé si me explico. Para el carnaval, la lluvia es como la guerra mundial de aquel inolvidable cuarteto, Tres notas musicales, pero en climatología y sin bombas. San Pedro, el sieso, que no respeta a nadie porque no era gaditano.
En estos días de resaca post-concurso, cuando todo agrupación que se precie se considera cajonazo, donde nuestra manía de buscar conspiraciones siempre apunta a ese ente malísimo llamado el jurado (ente que, al contrario que los dictadores y las cabezas coronadas cambia todos los años, pero ahí les queda el sambenito), quienes piensan que el carnaval no se acaba justo con ese diluvio de papelillos a mala idea sobre las cabezas de los que tienen que cumplir la misión de dar un veredicto, todo es un ir y venir de disfraces prestados de un año a otro, de cascos, cuernos, capas, narices, minifaldas, pompones, coloretes, pelucones. Un sinvivir de opciones descartadas, las ganas de buscar pasar un rato de frío y ridículo y cumplir mientras se pueda (que cada vez los sábados de carnaval, ay, se puede menos) con la honrosa tradición de ser gaditano. La ilusión de semanas, las prisas de última hora, las risas y los cabreos, todo por unas horas que, siempre-siempre, como las barbacoas de agosto, se pueden ir al traste por culpa del viento o ahora de la lluvia, y que de todas maneras se archivará para una foto que después no recordaremos y donde, posiblemente, ni siquiera seamos capaces de reconocernos.
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