Sólo he asistido a dos manifestaciones en mi vida: un cuatro de diciembre de hace muchos años, cuando los andaluces no quisimos ser españoles de segunda (y ahí queda la paradoja de que los que entonces consideramos españoles de primera parece que no quieran ser españoles), y hace apenas unos meses, después del atentado de Madrid, y les confieso que fui más por expresar mi duelo que por creer que de verdad iba a servir para que semejante horror no fuera a repetirse nunca (el motivo por el que no he asistido a otras manifestaciones con cuyos postulados sí estaba de acuerdo, como la repulsa a la guerra). Aparte del efecto de catarsis, siempre he pensado, fatalismo pesimista, que las manifestaciones no sirven para nada.
Porque, verán ustedes, no sé yo si después de cuarenta años donde aquí hasta para reunirte con más de cinco o seis personas había que pedir permiso, y donde sólo se permitía manifestarte frente a Gibraltar o contra la ONU haciendo acto de adhesión inquebrantable, lo que nos pasa a los españoles con esto de las manifestaciones es que todavía intentamos sacarnos de encima la espina de tanto tiempo de mordaza. Desconozco si en otros países se convocan manifestaciones con tanta alegre profusión como aquí, pero no sé si se me van a escandalizar si les confieso que me parece que una manifestación es, en el fondo, un reconocimiento no ya de que el sistema no funciona, sino de nuestra creencia implícita de que como no gritemos y amenacemos con romper la baraja no nos va a hacer caso ni el Tato. Porque la democracia (y la justicia, en el caso de la manifestación del otro día) tiene unos cauces, y esos cauces están en las cámaras del Parlamento, o en los tribunales, no en las calles.
Una manifestación tendría que ser un motivo extraordinario, no el pan nuestro de cada día, porque a fuerza de repetir una y otra vez esquemas, banderas (¿por qué siempre hay tantas banderas diferentes en las manifestaciones "de unidad"?), consignas y discursos acabamos por vaciar de contenido no ya el sentido de una manifestación concreta, sino de la esencia misma de la manifestación presente y de las manifestaciones futuras. Como bien dice a través de su personaje de presidente norteamericano alternativo al que por desgracia nos ha tocado Martin Sheen en "El ala oeste de la Casa Blanca", no vivimos en una democracia, sino en una república (en su caso); en una monarquía con democracia parlamentaria, no en una democracia de participación directa (en el nuestro). Que tenemos el handicap de que nuestra participación en el gobierno y la administración de nuestra sociedad se produce apenas un día cada cuatro años, es indiscutible, y que la inmensa mayoría del electorado (los contribuyentes, que dicen ellos) no tiene ni idea de quiénes son sus representantes en el Congreso y el Senado, ni siquiera los nombres y apellidos de a quienes votamos para que nos representaran en nuestros ayuntamiento, es problema de no sabernos nuestros derechos y no lo pongo en duda. Pero si existen cauces para que los ciudadanos hablemos directamente con quienes nos representan para que nos representen de abajo a arriba y no de arriba a abajo (o en horizontal, para según qué cosas), personalmente no los conozco, aunque sería bueno que existieran sin tener que hacerlo por las esquinas y no ante una mesa, proponiendo y dialogando.
A fuerza de repetir el todos a la calle, igual que a fuerza de ver el horror cada día (como le sucedió al coronel Kurtz, también frente a un aturdido Martin Sheen, esta vez en Apocalypse Now), acabamos por embotar nuestra sensibilidad. Nuestro dolor y nuestro rechazo ante cualquier atentado o asesinato terrorista es, indiscutiblemente, sincero. Pero quienes estamos aquí no tenemos que convencernos a nosotros mismos, y dudo mucho que los terroristas se conmuevan ni pizca cuando ven a toda esa gente pasando frío y exhibiendo su repulsa. Como bien dice mi buen amigo Carlos Pacheco, es posible que los terroristas celebren la Navidad como si en su vida hubieran roto un plato. Porque a ellos ninguna manifestación que podamos hacer les importa.
Si a todo eso le sumamos lo fácilmente que se puede reventar una manifestación, cómo en medio de una turba cualquiera es capaz, por un momento, de perder la cabeza y dar rienda suelta al Mister Hyde que todos llevamos dentro, la conclusión que personalmente saco es seguir haciendo caso a George Brassens según Paco Ibáñez, y aunque luego me señalen con el dedo, quizá sea mejor vivir fuera del rebaño y dejar las banderas y el PVC en casa.
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