Desde su celda de cristal blindado el doctor Hannibal Lecter hacía una lúcida definición de nuestra sociedad, la misma que lo volvió un gourmet caníbal bastante temible y majara: Ansiamos lo que vemos, y es sorprendente la capacidad que tienen los que nos manejan de meternos por los ojos un montón de necesidades que, bien en frío, ni nos hacen falta ni nada.
Un ejemplo: mis chavales en clase andan todos a la última, desde Reyes, con un reproductor MP3 colgadito del cuello, ya saben una cosita así como el silbato de un árbitro o una barra de labios con la que pueden escuchar música bajada de internet y, según me cuentan, hasta grabar las agrupaciones del Falla y luego colgarlas de la red, para gran cabreo de algún autor que por lo visto se cree a salvo de la piratería que todo lo envenena. Están los adolescentes a todas horas con el pinganillo en la oreja, y parece que se les va la vida en ello. Ya no recuerdan, o no saben, y de ahí la extrañeza de quienes nos sentamos al otro lado de la mesa, que hace apenas cinco semanas vivían perfectamente sin estar conectados al sistema, y que hace un poquito más de tiempo ese MP3 tuvo una versión más antigua llamada diskman (eso que el genial Selu describe como el arradio redondito), y que antes fueron los walkman y, muchísimo antes todavía, los transistores azules que nos traían de Ceuta y que componían una estampa curiosa los domingos de fútbol por la tarde, cuando las familias paseaban mientras la parienta se dedicaba a controlar a los niños y el honrado papá se desconectaba escuchando la radiogaceta de los deportes o la retransmisión del partido de fútbol que tocara. Todavía pasa, no se crean ustedes, lo que ocurre es que se nota menos porque ya se coloca uno los auriculares y sólo se nota lo que hace el buen hombre cuando el Cádiz marca fuera de casa.
La clave del consumismo está en eso, en que todos queremos echarle mano a lo que nos ponen por delante, y cuesta tela de trabajo hacer caso omiso a esos cantos de sirena que nos esperan en cada esquina. Porque si la chavalería vive sin vivir en sí a menos que tenga las orejitas abrigadas con el MP3, ustedes y yo somos igual que ellos, pero suspirando por el coche que han colado en nuestros sueños, por el pisito de cuatro dormitorios que no sé por qué demontres ya no construye nadie en las pocas partes que cada vez van quedando, o ese cine en casa que lo más que va a conseguir es enemistarnos con los vecinos o dejarnos sordos a poco que el gobernador de California suelte un petardazo en la pantalla.
¿Se habían dado ustedes cuenta que no podemos vivir sin las rebajas? La revolución proletaria, el asalto al palacio de invierno, si existió y no es también propaganda, tuvo que ser algo parecido. Por si no tuviéramos ya la tarjeta de crédito convertida en un tranchete y las nóminas de los cinco o seis meses que nos quedan hipotecada por los regalos de Navidad y los electrodomésticos que se nos hacen polvo cada vez más pronto (ahora la tecnología es más guai, pero dura menos que los semáforos para acceder a la avenida), cuando uno cree que ya ha salido de la vorágine del cinco de enero por la tarde, nos cuelan el cartelito rojo con las letras blancas, todo al tanto por ciento menos, y comienza, literalmente, otra batalla. Dicen que este año ha sido apoteósico, por aquello de que la venta de textiles ha estado chungaleta todo el invierno, y hay que hacer hueco ya en los estantes para la moda primavera-verano (los chicos de la moda, ya saben, es que van siempre muy adelantados a la fecha). Las preguntas que servidor de ustedes se hace son varias: por qué nos gastamos un perraje en diciembre si lo vamos a tener todo más baratito diez días más tarde; por qué si se trata de venderlo todo al precio-que-sea, no se vende más barato ya desde el principio, y para qué queremos de pronto toda esa cantidad de corbatas, camisas, zapatillas o pijamas. La respuesta es obvia: porque para eso estamos en rebajas.
Dicen que este año, insisto, ha sido apoteósico. No lo puedo asegurar: cuando tres días más tarde he conseguido no hacer caso al Tao (no ver, no necesitar, no gastar) y he querido ir al ataque yo también, ya no quedaba nada.
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