Dentro de un par de horas, apenas a doscientos metros de mi casa, se celebrará el derby. Así, con el determinante y la palabreja inglesa. O sea, un partido de fútbol (obsérvese que estoy siendo respetuoso y no escribo furbo ni fúmbol), entre el equipo de mi ciudad (el Cádiz), y el equipo de la ciudad vecina y tradicional y enfrentada enemiga (o eso dicen) de nosotros, que somos la capital (el Xerez).
Y eso, que no tendría que tener más noticia (22 señores corriendo detrás de una pelota a ver quién mete más en las porterías), resulta que se convierte en un partido de alto riesgo, porque no se sabe muy bien a cuento de qué, cachis, ellos son para nosotros el demonio y nosotros somos para ellos tres cuartos de lo mismo. Y habrá fútbol, y habrá goles, y habrá jugadas discutibles y habrá aplausos y habrá pitos y habrá gritos y habrá broncas, y los padres jalearán a sus hijos para que vitoreen a su defensa central o abucheen al portero de los otros, y el señor que viste de negro aunque ya no vista de negro recibirá toda clase de improperios y ondearán las banderas y diluviarán los papelillos y se cantarán himnos oficiales y se tararearán himnos oficiosos, y los políticos no dejarán de pasar la oportunidad para posar en la foto y algún trabajador con problemas en la empresa no dudará en reivindicar con un par de pancartas su situación laboral.
Al final, como tendría que ser normal, la mitad del público se irá a su casa feliz y contento y la otra mitad cariacontecido; o satisfechos los dos, si se han metido muchos goles y el espectáculo ha sido bueno; o cabreadas ambas partes, si consideran que se les ha robado el partido, que el trencilla (¿de dónde viene esa palabra?) estaba comprado, o que la expulsión del portero ha sido injusta.
Y no tendría que pasar nada más: ésa es la catarsis, el ritual de cada domingo, antes o después de una cervecita y una tapa.
Pero, ay, éste es un partido de alto riesgo, y la ciudad y el barrio está o va a estar sitiado dentro de un rato con policías y lecheras y previsión de botes de humo y balas de goma, porque cuando termine el espectáculo (o incluso antes, si hay mala suerte), alguien de un bando o del otro (ya no serán equipos, serán bandos) aprovechará para abrirle la cabeza a quien pueda, o a dejar que se la abran, a convertir un encuentro deportivo en un sucedáneo de kale borroka, la tribu hirviendo en las venas, lo de aquí muchísimo más mejor que lo de apenas cincuenta kilómetros tierra adentro, o viceversa. Y en el sonido de la tarde, si hay mala suerte y la cosa se desmelena, en vez de escuchar los claxons alegres de los coches que anuncian la victoria se escuchará a lo lejos el bramido de los fusiles, los gorgoritos de ambulancias y sirenas, el cristal roto de los parabrisas y el clonk metálico de los contenedores volcados, y en vez del vuelo de las palomas se oirá por todo el barrio el ta-ta-ta-ta de las aspas de un helicóptero. Mi barrio de La Laguna, a poco que el personal se escantille, se convertirá en Londonderry o Belfast en los años setenta.
Y sin saberse muy bien por qué, nada más que porque a dos docenas de chavales en paro con jaco en las venas les da la gana de demostrarse a sí mismos una vez más que lo de allí es muchísimo más mejor que lo de apenas cincuenta kilómetros tierra afuera, o viceversa, y resulta más fácil encabronarse con un señuelo, ponerse hasta el culo de placebo social y dar la nota y salir en las noticias.
Las palabras de la tribu se convertirán en gritos, por obra y gracia de unos pocos, si la cosa se tuerce. Un domingo, me temo, en que no voy a salir de casa.
Comentarios (53)
Categorías: Reflexiones