Bromeaba Jules Pfeiffer, a cuenta de que cuando las familias se reúnen todas enteras por Navidad acaban discutiendo por cosas de lo más tonto, si la Biblia no tendría las fechas cambiadas: si a Cristo no lo mataron en realidad en diciembre y nació más o menos por Pascua. Sin atreverme a llegar tan lejos, podríamos pensar que en el fondo algo de eso debe haber, por lo menos en nuestra concepción de los tiempos, porque los actos de contrición y los propósitos de enmienda los dejamos para estas fechas, justo cuando comienza el año. Estoy seguro de que, como yo, la mayoría de ustedes, llegando el día 7 de enero, pensó del tirón en ponerse a plan. Y no el plan Ponds de belleza en siete días (ése que lo siga Beckham), sino un plan estricto, espartano, austero, para adelgazar y recomponer un poco la silueta. Empieza el año y lo primero que uno advierte es que no tiene un euro en el bolsillo y que no puede apretarse el cinturón, porque el cinturón, cónchiles, se le ha quedado chico.
Es cuestión, entonces, de ponerse a plan. Raro es el que no ha decidido estas semanas decirle adiós provisional a la cervecita, y el pan, y la tapita de media mañana, y los churritos de por la tarde y hasta las cocacolas con las que intentan matar el gusanillo del otro gran propósito de enmienda (éste, por cierto, no tiene fecha fija): dejar el tabaco. Vivimos los días del pan integral, del todito a la plancha y sin sal, del agua mineral (o como mucho, la cerveza sin alcohol), y sobre todo del yogur. Por mucho que uno lee sobre la historia del yogur (y ya el nombre solo me da repeluco), lo que sí parece es que algunos que lo toman allá en Bielorrusia viven más tiempo, no que adelgacen. Debe tener su explicación, claro, si acaso por lo mucho que embota.
Esto de ponerse a plan (a dieta, que dicen los más finos; a seguir un sistema alimenticio, según Michel Montignac) no digo que no sea saludable y necesario (yo lo intento, de verdad que lo intento), pero sin duda debe funcionar mejor en países de más al norte, donde hace una rasca siberiana y a nadie se le apetece pisar la calle, o no puede salir siquiera porque la nieve llega hasta la mitad del portón y tampoco es cuestión de liarse a las tantas a dar paletadas. ¿Pero ponerse a plan aquí, ahora, en Cádiz? Para aparecer en los martirologios al uso, oigan. Qué difícil, ay, es hacer dieta. Todavía tiene uno encima las cenas y almuerzos de la navidad y el año nuevo y las despedidas de la empresa y la reunión anual con los amiguetes y, sin que le de tiempo a decir sapristi, empalmamos con pestiñadas, ostionadas, erizadas (dentro de lo que cabe y nos dejan los permisos ecologistas; algo que se veía venir aunque todos hicieran la vista gorda), y luego, y este año más pronto que de costumbre, el Carnaval. Y luego las torrijas, las manzanillas de las ferias, y los caracoles y los tintitos de verano...
Así no hay quien viva, ni quien adelgace, ni quien pueda concentrarse en un tantra zen ante un plato ridículo de coles de Bruselas rehogadas con dos gotitas de limón. El problema no está en nosotros: está en los demás, en la sociedad de ocio en que vivimos. ¿Quién sale con los amigos un fin de semana y pone el mingo diciendo que no se toma una cañita? ¿Quién es capaz de soportar estoicamente esos olores de freidores, esos cantos de sirena gastronómicos de las fiestas populares que se nos avecinan, de la forma en que tenemos de vivir la vida? A la falta de voluntad propia, se suma que nuestra sociedad no está hecha para santones y ascetas, ni la ropa estira como la de los superhéroes de los tebeos. Pero yo sigo en mis trece. Tiene ZP un plan por delante, al que le tiene que decir que no por lógica constituyente. Yo tengo otro, y ése voy a cumplirlo, por la cuenta que me trae renovar el vestuario y sacarle brillo a mi propia constitución. Al menos mientras el cuerpo aguante, y aunque también a mí me tilden de soso.
Comentarios (49)
Categorías: La Voz de Cadiz