Las espadas ya no están en lo alto. A lo hecho, pecho. Hoy comienza el concurso de agrupaciones carnavalescas y me siento, quizá como usted y como muchos otros gaditanos de a pie que no entienden tantas cosas, un poco rehén de una situación que no llego a comprender del todo.
Uno, idealista e ingenuo, creía que el carnaval de Cádiz (me gusta decirlo en singular, aunque cada vez estoy más convencido de que hay muchos carnavales a la vez... y que cada año se hace más de espaldas a mucha gente) era la fiesta por antonomasia de todos los gaditanos, una fiesta amateur, aficionada, apasionada, amorosa, divertida y sin complejos ni tapujos: el ejemplo más perfecto de lo que es el arte por el arte. Uno admiraba (y sigue admirando) a los que escribían, ponían música, se hipotecaban las horas con la familia por cantar y hacernos la vida más divertida siquiera durante dos semanas en febrero, y le parecía muy bien que, por todo ello, se ganaran unas perras porque la cosa está muy achuchá y con esas cosas no se juega. Luego llegó la profesionalización, o esa extraña profesionalización a medias que, me temo, está haciendo daño a la fiesta en tanto quienes pagan el pato somos los ciudadanos.
Uno no comprende que, con la anuencia de quienes mandan y pagan, se pongan por delante unos intereses personales y por tanto discutibles a los intereses de todo un pueblo al que en teoría se canta, o de unos aficionados de a pie, y hasta de una región o un país o un mundo (los gaditanos, ya se sabe, nacemos donde queremos). Uno no comprende cómo se puede participar en un concurso y a la vez organizarlo (o sea, estar en el plato y en las tajás, que decía mi abuela). Y no comprende que todo el piropeo de un día y las críticas del día anterior desaparezcan de la escena de la calle (que es la gran catedral de esto, no lo olvidemos nunca) los sábados por la noche, cuando si se quiere encontrar la aguja en el pajar hay que irse un poquito más al norte, pasando la autopista. Uno no comprende que se prefiera hacer la presentación del Carnaval en un teatro de Madrid, lleno de un puñado de gaditanos en el exilio, y se cierre la posibilidad de disfrutar de ese carnaval a todos los otros gaditanos en el exilio que tienen que contentarse con verlo por la tele. Uno no comprende que ya no se recuerden aquellos años ya lejanos en que nos pasaban apenas dos horas de la gran final por la televisión, y además con unos locutores que no sólo no entendían de lo que estaban transmitiendo, sino que parecían claramente menospreciarlo, y que se trate como se ha tratado estos días la labor de otra gente que, por lo que hemos comprobado, sí ama el carnaval y a la que no se puede poner reparos en su entrega, tanto televisiva como radiofónica.
Uno no comprende que cada año la polémica esté servida antes que los menús del jurado, y que cada año esa polémica sea más grande, y siempre a cuenta de lo mismo, y siempre perjudicando (o así lo veo) al pueblo llano. Uno no comprende que haya asociaciones de coristas, asociaciones de comparsistas, o asociaciones de autores... y no haya asociaciones de simples aficionados (¿el ayuntamiento?), toda esa gente a la que no se nos va la vida en el Carnaval, pero queremos disfrutarlo y nos gusta que lo disfruten fuera de nuestra tierra. La gente que ya no puede oír la radio por la tarde porque no hay concurso por la tarde. La gente que no se atreve a salir al mogollón de los sábados si no hay nadie cantando por las calles. La gente que sólo tiene el consuelo de ir a la plaza un domingo o tratar de llevar a los niños a ver una cabalgata por la avenida... corriendo el riesgo de que la lluvia la suspenda y luego no le devuelvan el dinero de las sillas.
En el mundo de la televisión existe lo que se llama saltar el tiburón: el momento en que una serie llega a su punto culminante y, a partir de ahí, ya todo va cuesta abajo. Ojalá que esta decisión que este año se toma no sea el peculiar salto del tiburón no sólo de la difusión de nuestras coplas del carnaval, sino del carnaval mismo.
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