Era quizás el último en su especie, el último gran maestro vivo, una lección continua de narración, de amor al medio, de exploración coherente y enamorada de una profesión. Will Eisner, judío, neoyorquino, ochenta y siete años de juventud a cuestas, la gran mirada lúcida de la historieta norteamericana de hoy y siempre, el hombre que se reinventó a sí mismo, y al mismo medio, tantísimas veces, el que comprendió que si los cómics embellecen la vida también pueden, y deben, reflejar esa vida, y allá que nos mostró sus vivencias, sus recuerdos desgarrados de una avenida Dropsie, de un último día en Vietnam, de un contrato con Dios, o su visión irónica de cómo sería, de verdad, el primer contacto extraterrestre cuando viniera, si viene, una señal de otro planeta.
Exploró siempre, nos enseñó los trucos del arte secuencial, nos llevó al corazón de la tormenta y nos dejó para la historia ese personaje lánguido, enmascarado a su pesar, resucitado inconsciente, que fue Spirit, siempre arrugada la ropa y manchada la cara de carmín de las más bellas, despegado de sus propias aventuras y primer observador imparcial de las grandes bajezas y las enormes alegrías que da la existencia.
Nos hizo la vida, y la lectura de cómics, mucho más agradable. Se murió ayer, pero su trabajo ya hace tiempo que era eterno. Un maestro de maestros. Un gigante.
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