Lo mismo que los Oscars tienen sus anti-premios (los Razzies), y hasta los Goya tienen su antítesis (los Godoy), la Navidad tiene su patrón profano, el señor Scrooge, aunque el tacaño inglés fuera un veleta y al final se venciera por un olor a pavo al horno y un puñado de buenos sentimientos que por desgracia nadie es capaz de mantener, ni siquiera un par de días seguidos (mañana mismo, por ejemplo, con los Inocentes).
La Navidad es una fiesta melancólica, cuando no decididamente triste, que quizá solo existe, como los paraísos perdidos, en la infancia más remota. Charlaba ayer mismo con alguna amiga jovencita, recién universitaria, que se acerca a estas fechas con la sensación de pérdida que, me temo, experimentamos también muchos algo más vapuleados por la vida, y que ya no se nos despega de encima para los restos. Por más que nos lo canten los jingles televisivos, no todo el mundo vuelve a casa por Navidad, y a medida que pasan los años se van haciendo más acusadas esas ausencias. Si a eso le sumamos que la estética navideña imperante (importada de Dickens, me parece, y reforzada por los colores virados al rojo y blanco de la publicidad de la Coca-Cola) puede quedarnos muy lejos aquí en el sur, donde no hay abetos, ni nieve, ni la iluminación nos hace quedarnos boquiabiertos en plena calle, y donde los belenes abiertos al público son cada vez más escasos y con unos horarios cada vez más insondables, me perdonarán ustedes si yo me alineo aunque sea una semana y pico con el señor Scrooge. Para la mística de la Navidad me sigue haciendo falta esa estética de almanaque de tebeo antiguo (ya los tebeos publican anuales, no almanaques), quitarme las gafas de persona mayor y tratar de ver el mundo con ojos de niño o de Carpanta. No lo consigo, cachis, y de verdad que me gustaría, no crean. Los anuncios de ofertas de juguetes de los supermercados suenan demasiado fuerte, y ahora todos podemos pagarlos en tres meses sin intereses.
Dejando a un lado la religiosidad personal de cada uno, donde ni entro ni salgo, está bien que durante un par de semanas hagamos balance de qué tipo de personas hemos sido los últimos doce meses y de lo que quisiéramos ser el año que entra (chistecitos con la rima inevitable aparte). Lo malo, claro, es que esa pátina de lo entrañable cada vez se diluye más en todo lo que rodea a estas fechas, que prácticamente empiezan con los afortunados borrachuzos a quienes toca el Gordo (para envidia cochina de los demás, sobrios y cariacontecidos, a quienes no nos toca), y que de colocón en colocón nosotros terminamos empalmando directamente con la pestiñada, la erizada, la ostionada y el aldabonazo de salida para esa otra fiesta que, pese a las caretas, tiene menos máscaras encima; o será que yo, por lo menos, la entiendo más fácilmente.
Quizá la tan cacareada globalidad sea eso, hacer que cada vez se parezcan más entre sí una cena de Nochebuena, un cotillón de fin de año, un sábado de carnaval, una botellona, una barbacoa o un jueves santo. Quizá para sentir de verdad esta fiesta antigua nos sobra un mucho de lo que tenemos. Los americanos cantan a las navidades blancas, mientras que a nosotros lo que nos conmueve son las navidades pobres, esas que tantos de nosotros no conocimos, y que de ningún modo quisiéramos volver a pasar, que una cosa es la hipocresía y otra muy diferente la verdadera añoranza. Ya saben ustedes, esas navidades en las que un pavo esperaba impasible su sentencia de muerte en el salón de casa y no en la sección de congelados de Hipercor, cuando sus plumas se convertían en espadas de Peter Pan para los niños, y donde un viejo Pepe Isbert, desconsolado, iba de puesto en puesto (como me temo que pocos de nosotros vamos ya ahora) buscando a Chencho, y al espíritu de Chencho, desesperadamente.
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