En mi experiencia de cicerone gadita no hay nada que asombre más al personal foráneo (y Pepe Monforte, que sabe del tema mucho más que yo podrá atestiguarlo) que los picos. Lleve usted a un grupito de madrileños, mexicanos, valencianos o hasta polacos a irse de tapas por nuestra ciudad. Y, sí, les encantarán las aceitunas o las papas aliñás, y dirán maravillas del cazón en adobo, y de los langostinos-tigre, y de las gambas, y de las huevas fritas, y de las puntillitas y de los chocos. Llévenselos a un restaurante de postín y, como se dice en la jerga de ahora, ya es que lo flipan. Pero las papas o las aceitunas, el cazón, los langostinos-tigre, las gambas, las huevas, las puntillitas o los chocos pueden tener más o menos su equivalente en lo que comen allá en sus tierras (aunque ustedes y yo sabemos que no, que un chopito es otra cosa), o recordarles a algo que hayan probado en cualquier otro rincón turístico. Lo que de verdad los deja a cuadritos, pero una cosa mala, son los picos.
Uno de los grandes misterios de la humanidad, oigan, por qué los picos son únicamente nuestros. Vale que los italianos tengan algo parecido llamado grissini, y que hasta los Mecano cantaran en tiempos aquello de no me comí un colín. Pero es que los picos son tan de aquí como los erizos caleteros o los cangrejos moros, y nunca se les ha dado el reconocimiento que merecen. Los picos de pan, los mini-picos, los picos como sólo se hacen los picos en Cádiz, en Jerez, o en Puerto Real. El equivalente a las pipas para el cine, pero en la mesa, me da a mí que son. Porque esos sí que hacen buena la frase ¿A que no puedes comer sólo uno?. Son un vicio, un vicio sano, y por eso uno se pone la mar de gordo cuando el personal de fuera se los engulle de tres en tres y de cuatro en cuatro, sin dar crédito a su existencia. Que se quite el caviar beluga, donde esté un buen pico. Y si está retorcido y adopta formas caprichosas, mejor que mejor: el pico debe ser el único producto sobre el planeta Tierra que, cuanto más contrahecho, más preciado, más sabroso.
Odas podrían escribirse al pico mojado en salsa, al pico como centinela del plato de ensaladilla, al pico como entretenedor de esperas y apaciguador de niños. Y, sin embargo, ay, el pico es el gran desconocido de nuestra gastronomía. Porque de Despeñaperros pallá, a ver quién los disfruta: sólo aquellos fans irredentos que, una vez se marchan de Cádiz, se aprovisionan de paquetes y más paquetes de ellos, o nos encargan a los amigos, antes de ir a visitarlos, que les llevemos una remesa, para ir matando la espera.
No digo yo que, en vez de barcos, nos ponga ahora la Sepi a todos a trabajar de panaderos, pero seguro que un desembarco, valga el símil, más allá de Córdoba nos lo agradecerían todos los seguidores que el pico tiene en otras partes de este país nuestro. Las patatas fritas llevan ya años en manos de multinacionales que las combinan con todo tipo de sabores inimaginables, y el pobre pico sigue siendo la joya de la corona, marginado, inexplotado, a la espera de un puñado de empresarios emprendedores que se dediquen a concienciar al personal de que una tapita de jamón de pata negra no es tapita de jamón de pata negra ni es nada si no tiene al lado su buen platito de picos.
Denominación de origen, pero que ya mismo.
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