Nada, que por mucho que nos empeñemos, no es lo nuestro. No es nuestra tradición, como no son nuestras tradiciones tantas cosas, y así nos sale como nos sale: mayormente, una horterada.
¿Alguien recuerda haber visto alguna vez un árbol de navidad (o tannenbaum) bonito, o sea, fino? Independientemente que sea una cretinez colgarle luces y bolitas y plantarte en el salón de casa una cosa que, si está-estaba viva su sitio natural es un bosque y no el tercero izquierda de una casa de vecinos, ¿alguien ha visto en las calles nuestras, en las plazas, en las autopistas perdidas un árbol de navidad (o tannenbaum) que le haga decir mira qué chuli, cuántas luces, qué colores tan bien conjugados, cómo me llena el alma de sentimientos de solidaridad, y de nostalgia, y de colores y olores y sabores de infancia?
Pues si es así, enhorabuena, oigan. Viven ustedes en sitios mejores que donde vivo yo. Pero es que, lo juro, no tengo conciencia de haber visto jamás en este país nuestro un árbol de navidad (o tannenbaum) que no fuera una acumulación caótica de hojas de plástico que se despeluchan, de bolas con colores especialmente hirientes a la vista: esos colores rojos, azules y dorados que tienen los árboles de navidad (o tannenbaums) y que me temo que fueron los adelantados de lo que después nos vendría en forma de decoración de restaurante chino. Y no me digan ustedes luego las guirnaldas, que ahora hemos empezado a ir sustituyendo por cintas de fallera o vendas de momia, y el adornito terminado en punta o la estrellita de remate o, peor aún, el lacito rojo gigantesco que, además, siempre se cae y hace que el árbol de navidad (o tannenbaum) parezca, además, doblemente indigno porque a uno se le antoja algo beodo, tan ridículo como un caniche con jersey de manguitas cortas.
Es como la ropa vieja de los adornos (y me refiero a la ropa vieja de la comida, no a la ropa vieja que damos a Reto y otros grupos en nuestra confusión de solidaridad con hacer limpieza de los trastos): uno compra un arbolito de navidad (o tannenbaum) un momento determinado de la vida, normalmente para no ser menos que el vecino y lo que ve en la tele y luego, año tras año, lo va complementando con más y más bolitas y más y más papanoeles y hasta con moneditas de chocolate y cualquier otro invento moderno que nos vendan en un todo a un euro. El resultado, un caos de colores que no pegan unos con otros, de bolas que se parten nada más rozarlas (y los niños tienen una habilidad pasmosa para, oigan, rozar las bolitas y deslucir la desarmonía del conjunto), de lucecitas que lo vuelven a uno loco con tanto enciende-apaga-enciende-apaga-enciende-enciende-enciende-apaga hasta que, por suerte, suele fundirse una y, ala, todas al guano por eso de que están montadas en serie y no en paralelo. Y además cogiendo un espacio que normalmente no tenemos en el salón, o haciendo interferencia con la señal de la televisión.
Paseen ustedes por la calle una noche de éstas y dedíquense a mirar las ventanas iluminadas donde alguien se ha entretenido en poner su arbolito de navidad (o tannenbaum), y ríanse ustedes de la familia Alcántara de Cuéntame, pero lo kitsch todavía no lo hemos dejado atrás, y una muñeca de Lola Flores o aquellos tapices de Kennedy o de Juan XXIII, que ahora nos horrorizan, no están muy lejos de lo que solemos plantar en nuestras casas y (peor todavía) en nuestras calles.
No es lo nuestro, les decía. Eso de plantar al primo de La Cosa del Pantano entre el tocadiscos y el sofá, y encima cubrirlo de oprobio es que no pega. ¿Tendremos los españoles un gen daltónico recesivo y no nos damos cuenta más que en navidad? Porque, se lo juro, uno va a Londres y París y sitios así y ve que, de verdad, los árboles de navidad (o tannenbaum) son cosas armoniosas donde sólo se juega con uno o dos colores, y el resultado final no es que sea para ponerte de rodillas y rezar allí mismo una salve (¿hay concursos de arbolitos -o tannenbaums- como los hay de portales de belén?), pero se nota que los tíos lo han mamao desde chiquetitos y les queda una cosa más o menos con arte.
El árbol de navidad (o tannebaum) más bonito que he visto en mi vida, por cierto, fue en Londres, en Regent?s Street, en una óptica, donde en vez de colgarle bolitas y esas cosas del todo a una libra lo habían hecho con armazones de gafas. Y quedaba la mar de cuco, y original.
Hace unos años, en casa, intentamos ser también originales y, en vez de bolitas, colgamos conchas (nos pasamos tooodo el verano buscando conchas así grandotas, como de peregrino, la mar de lustrosas). Y nos quedó una cosa armónica, como de mucho abolengo, la mar de fina y original. Todo el mundo que llegaba a casa flipaba en colores, o lo mismo es que se le contagiaba el enciende-apaga-enciende-apaga-enciende-enciende-enciende-apaga de las lucecitas del susodicho. Hasta que llegó una amiga que le van las cosas estas de lo esotérico y lo misterioso. Vio el árbol (o tannenbaum), se puso blanca, y al cabo de un rato nos confesó, cariacontecida, si no sabíamos que en Cadi-Cadi trae mala suerte tener conchas en casa, que eso daba muy mal fario.
Durante dos o tres minutos no le hicimos caso, claro, ni le dimos importancia. Luego, repasamos mentalmente todo lo que nos había ido pasando desde que empezamos nuestra colección de conchitas y, bueno, por probar no pasa nada. Esa misma noche desmontamos todas las conchas, las tiramos por ahí, y volvimos a colgar las sempiternas bolitas de colores (ese año tocaron, me parece, todas blancas).
O Tannenbaum, o tannenbaum... Les dejo, que acabo de escuchar cómo alguno de mis hijos, al pasar, acaba de estrellar una de las bolitas contra el suelo. ¿Dónde está Son Goku cuando más se le necesita?
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