Lo pensaba ayer mismo, mientras repasaba en clase a Horacio y reflexionaba que, en el fondo, toda la historia de la literatura podría girar sobre dos temas explorados por el insigne latino: carpe diem y tempus fugit. Se puede redondear un pelín con algún concepto sobre el amor y el inevitable tema medieval de la muerte y, me parece, la vida entera, de entonces, de ahora y de más adelante está explicada ahí, tal como la vivieron quienes vivieron antes que nosotros, para que sepamos valorarla nosotros y quienes vayan a vivir luego.
Es cruel, lo reconozco, reducir como tengo que reducir tantos y tantos nombres a apenas tres o cuatro docenas. Pero esos autores en los que me centro (Homero, Plauto, Horacio, Villon, Petrarca, Shakespeare, Moliere, Shelley, Keats, Dickens) son gigantes, y sobre ellos se ha cimentado y todavía se cimenta gran parte de lo que se escribe hoy y lo que se escribirá en el futuro.
Lo mismo, claro, con la historieta. Al hilo de una conversación en La cárcel de papel, surge de nuevo el dilema: reeditar o no reeditar. Y esa, me temo, no es la cuestión. La cuestión es que llevamos mucho tiempo, muchas décadas (y, de forma sintomática y sistemática, desde principios de los ochenta) dándole bombo y reeditando cosas que no tienen más valor que el coyuntural, tebeos que apenas han aportado nada a la historia del tebeo: meros vehículos de la nostalgia, en ocasiones, soma para la chiquillería que un día fuimos y que, ahora que tenemos (o tienen, que yo ando en las últimas) poder adquisitivo, queremos atesorar todavía, como si no viviéramos sin quererlo un tempus fugit continuado e imparable.
Se está comentando la posibilidad de reeditar Rip Kirby, y Prince Valiant. Ya saben ustedes, dos obras maestras de dos de los grandes maestros de la historia de la historieta: Alex Raymond y, mi debilidad personal, Harold Foster. Y, si eso se produce, no invalidará nunca que haya gente nueva que quiera dedicarse a la historieta, porque los clásicos y los maestros están ahí para algo: porque son un espejo, porque sin ellos no puede comprenderse un medio, porque de sus aciertos y de sus errores tenemos que ir nutriéndonos para dar forma al futuro que todos queremos. Sin Alex Raymond no puede entenderse, por ejemplo, Superman, Batman, Adam Strange, El Guerrero del Antifaz. Sin Milton Caniff no se puede entender Frank Robbins, ni Jordi Bernet, ni Carlos Giménez, ni Jack Kirby, que a su vez bebe, admira, distorsiona y homenajea a Harold Foster, sin el que autores tan dispares como Barry Windsor-Smith, John Buscema o Frank Cho no serían nadie, o sin cuyos resultados gráficos esos dignísimos autores habrían tenido que partir de cero para acabar siendo distintos.
Como en literatura, un dibujante de historietas tiene que mirarse no sólo en los que son sus contemporáneos (y me sigue royendo la duda de si los dibujantes de historietas de hoy leen tebeos, me parece que no), sino en quienes estuvieron antes que ellos. Por una simple cuestión de justicia, por una simple cuestión de supervivencia, porque los maestros existen para facilitarnos el aprendizaje.
Durante demasiado tiempo, más de dos décadas, hemos encumbrado al podio de lo más guai y lo más hot a autores del montón, pero del montón del fondo, dibujantes veloces de tebeos por encargo, creadores de salchichas industriales. Hay generaciones enteras que desconocen el trabajo capital de los maestros. Díganme ustedes, anda, qué falta nos hacía recuperar a Don Heck, cuando ahí están las lecciones que pueden darnos de continuo autores como Windsor McCay, o Wilson MacCoy (tan opuesto y tan simple y, sin embargo, con un lenguaje tan perfecto y tan sintético), por no mencionar a ilustres desconocidos como John Cullen-Murphy (cuyo Big Ben Bolt sigue siendo una de las mejores tiras de todos los tiempos), Alfred Andriola, Dan Barry o nuestros Jesús Blasco, Eugenio Giner, Darnís o Ambrós.
Luego nos pasa lo que nos pasa: que si uno de los grandes inconvenientes de los tebeos es que sólo pasan las cosas que pasan en los tebeos (y ahí el gran valor de títulos como Monster, o Prince Valiant, o Adolf, o Maus, que se acercan a la seriedad temática de la novela o el relato), y por tanto sólo se miran en las soluciones que a veces dan los tebeos nada más que para los tebeos (el deus ex machina de lo nuestro, como si dijéramos), no vean lo que nos queda que aguantar si se extrapola el ejemplo de los muchos dibujantes (y guionistas) que no han leído un tebeo en su vida, que traen como referentes los cromos de beisbol o los pin-ups de las revistas eróticas y las estéticas del colorín rebotado de haber seguido de lejos las poses antinaturales de algún otro dibujante al que han copiado de jovencitos y luego no han podido quitarse de encima (ni les ha interesado) para los restos.
Insisto: no hay que olvidar la cantera (pero eso en España es difícil, si siempre hemos vivido abiertos a lo de fuera y abriendo la puerta para que se vayan fuera quienes podrían dibujar para aquí dentro), pero la cuestión no es la duda de si reeditar o no. El tema de fondo es que hay unos autores que tienen por todo derecho que estar SIEMPRE ahí, en el pedestal que se forjaron a base de inventar un medio, de poner el listón donde nadie más ha llegado, y no perder el tiempo y matar árboles y destrozar bosques creando panteones de diosecillos de paso que apenas han aportado nada a la historia de la historieta (esa que tiene más de cien años y que no empezó el mes pasado en las páginas del Previews). Hay que editar con cabeza. Hay que reeditar con cariño, teniendo en cuenta que cada una de esas ediciones de los maestros absolutos podría ser, por desgracia, la última, y que por tanto tiene que hacerse con el mimo y la delicadeza imprescindible, como la de aquellos copistas medievales que dedicaban la vida entera a transmitirse de unos a otros las páginas de un libro.
Porque en el futuro se seguirá recordando a Horacio, a Shakespeare, a Villon y a Dickens, a Moliere y Plauto, no a mí ni a quienes intentamos escribir ahora. Y el mundo de la historieta, o quienes estudien eso que se llamó historieta y que floreció en algún momento entre los siglos veinte y veintuno, no recordará a los tres nombres que ahora asoman a los colores infográficos, sino que tendrán que colocar, en poridad, el listón donde el listón está, y sacarán las conclusiones que tienen por fuerza que sacarse: Aquí inventaron, aquí crearon, aquí innovaron, aquí forjaron, y estos solo hicieron de su capa un sayo y ganaron unos dineros y vendieron unos muñecos. Los primeros hicieron historia y se conviertieron en leyenda. Los segundos no serán recordados, ni siquiera como advenedizos.
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