Les comentaba el lunes pasado que no creo en las grandes conspiraciones, y que este país que es de todos nosotros había mejorado cosa fina en infraestructura, ¿no? Pues vale, pero habrá que dar crédito a eso que se dice: que lo que se critica luego te cae encima. Lo mismo todo se debe a que vivimos en un lugar privilegiado y hay quien nos tiene tirria por eso, o que en todas partes cuecen habas y la tecnología y sus ventajas se quedan para unos pocos escogidos para la gloria, porque hay circunstancias que parece que se hacen a mala idea. Les cuento: como muchos otros gaditanitos que ya no vamos a Sevilla el día de la Patrona (porque ya tenemos Corte Inglés, me imagino, y porque todavía no hemos descubierto todos las maravillas chupilerendi de Ikea), me dio por plantarme el puente largo (el acueducto Constitución-Inmaculada, vaya) en la capital del reino, tren por medio. Y ahí empieza la odisea.
Uno ya sabe que, sin que se sepa muy bien por qué, el Ave no llega hasta donde por toda lógica tendría que llegar (mismamente, hasta la esquina del muelle). O sea, que hay que viajar en Talgo, que ahora ya no se llama Talgo, sino Altaria, quizá para que lo confundamos con la antigua fábrica de tabacos que el día menos pensado también nos birlan. Cinco horas por delante de viaje, y menos mal que ya no es un tren-botijo. Pero por lo visto los ciudadanos que salimos de Cádiz somos poco importantes y nada cinéfilos y Renfe (se sigue llamando así, ¿no?), considera que no hay por qué ponernos una peli para entretenernos... hasta que hemos dejado atrás Córdoba, casi tres horas después, no vaya a ser que todos los otros viajeros que se van sumando por el camino al caballo de hierro y metacrilato que es el tren no entiendan de qué va la película elegida si se unen a verla por la mitad. Un detallazo que lo mismo no tendrían ni que tener en cuenta y sustituir el largometraje de dos horas por películas de una hora o de treinta minutos, porque normalmente el pinganillo que te enchufas a las orejas funciona sólo a medias (o, como en el viaje de vuelta, no funciona para nada).
Por si no tuviéramos ración de castigo suficiente, una vez llegados a Santa Justa, quince minutos de espera (¿a quién esperamos, si allí tienen Ave?). Y, pasada Sevilla, ole sucohoneahí, otros veinte minutos a que cambien el ancho de las vías, cosa que siempre me llena de estupor, porque uno no es ingeniero, ni aparejador, pero lo más sensato sería que, si el tren para un rato largo en Santa Justa, podría hacerse el cambio allí mismo y aliviar el tedio de mirar un anuncio por la ventanilla. Doctores tendrá la iglesia, pero no se hace. A esperar dos veces. Supongo que quien piensa estas cosas dirá que, si uno tiene prisa, que pille el avión, si de todas formas el Ave no vuela.
Lo mismo a la vuelta, pero ahora de espaldas: chu-chu-chu, como cantaba Albert Hammond, hasta que nos paramos otra vez para el cambio de ancho de vías. Y, cosa inaudita, siendo el Talgo (o el Altaria, como quieran llamarlo ahora) normalmente un tren que siempre tiene preferencia de paso, salimos de Jerez de la Frontera y, tachán, nos paramos otros nueve minutos en plena vía a oscuras para que se nos cruce otro tren que parece que tiene más prisa por salir que nosotros por llegar a casa y ponernos el batín y las zapatillas.
Eso sí, con todo, no hubo retrasos sobre lo previsto: milimétricamente, según el reloj, a nuestra hora. Aunque pudiera reducirse el viajecito en, calculo, lo menos cuarenta minutos si se hicieran las cosas con cabeza. O con otra cabeza más (¿o menos?) predispuesta.
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