Como todos los años, mientras yo me escaqueo (escaquearse es todo un arte, no se crean ustedes), mi mujer pone en pie de guerra el trastero y lo convierte en centro de la casa mientras va buscando pastorcillos, cabras, patos, pozos, puentes, romanos de lo más mariquituso, reyes magos, camellos, palmeras, cerdos (cosa que no podría haber allí en Judea, ¿no?), ristras de luz que luego le quedan fatal, a la pobre, más el misterio que tiene poco de misterioso: una mula, un buey, un niño en un pesebre, una virgen que borda y cose y un San José que tiene cara, como siempre, de no saber qué cara poner con la que le cae encima.
Es una cosa nuestra, el Belén, según nos dicen. Nuestra de aquí, quiero decir. Una moderada industria, como jugar una partida de rol con muñequitos, pero una vez al año y con tradición centenaria. Hace mucho tiempo, en la galaxia lejana de mi preadolescencia, también yo montaba mis belenes en casa (nosotros fuimos primero de árbol, que siempre da la sensación --quizá falsa-- de ser más limpio), y pronto descubrí mi incapacidad para hacer esas virguerías que se ven en otras casas y otras instituciones: nunca he sido capaz (como le pasa ahora a Isa y a mis hijos) de superar la planicie de la tabla o de la mesa o del mueble donde se coloca todo el decorado. Al final acabé regalando las figuritas que tanto trabajo me había ido costando comprar, aunque supongo que no se perdió gran cosa, porque eran de plástico.
No es una cosa que me encocore, pues, especialmente, el Belén (ni la Navidad, como bien ustedes saben). Requieren mucho espacio, capacidades casi arquitectónicas para que salga bien: saber de luces, de tomas de agua, tener un concepto del espacio escénico que pocos privilegiados gozan (mi vecino de la infancia, Pablo, que tenía un diente de oro y sonrisa alemana, sí que hacía virguerías, aunque tenía que vaciar una habitación entera para darse ese gusto una vez al año; repesqué ese recuerdo esta primavera, en mi segunda novela de Torre, porque se lo merecía, aunque tampoco a Torre le gusta la navidad, ni los belenes, ni los cotillones). Quizá por eso, desde hace unos años, el belén está de capa caída y se convierte en diorama: pequeñas viñetas con un momento concreto, un detalle específico, casi un plano-fijo dentro de lo que podría ser un espectacular plano-secuencia. Por lo menos por aquí abajo (me dicen que en Jerez no, que allí la cosa sigue viento en popa). Es divertido, en cualquier caso, darse una vuelta por la ciudad para ver belenes, siempre y cuando no estén cerrados (que están cerrados casi siempre), y que los susodichos dioramas hayan sido colocados a una altura que pueda verse por parte de a quienes más llaman la atención: los críos pequeños.
Es una tradición nuestra, les decía. Aunque ahora en Madame Tussaud de Londres hayan hecho uno a tamaño natural, con estrellas mediáticas que han cabreado a casi todo el mundo dispuesto a cabrearse, porque es muy fuerte (voz de tomatero aquí, plis) eso de ver al pobre de San José encarnado en Beckham (se nota que los ingleses no cantan aquello de los calzones roídos), y me imagino que la Posh Spice no habrá hilado en su vida, aunque seguro que sí tiene peines de plata fina, y a espuertas. A mí, qué quieren ustedes que les diga, me da como un mucho de lo mismo, porque no voy a ir a Londres a ver ese belén (qué más quisiera), y en el fondo no conviene olvidar que la Venus de Boticelli fue un bellezón de su época llamado Simonetta Vespucci. O sea, que la tradición de ponerle cara contemporánea a los personajes de nuestras mitologías viene de largo.
Y, ya puestos, también tiene mandanga (pero imagino que de eso no se quejarán, no), ver a Bisbal haciendo de niño Jesús y al Sevilla de San José en la portada de una revista de música.
Me quedo con Kylie Minogue haciendo de angelito en el belén del museo de cera... aunque parezca Campanita, que esa es otra.
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