Asisto a una charla sobre educación de Nano Crespo (que es inteligente y con retranca, y que a pesar de la perillita y las gafas sigue teniendo ese aire de niño de Nuncajamás que no debimos de perder ninguno; otro más que es de Cadi-Cadi sin saberlo), y como quien no quiere la cosa, casi sin premeditación ni alevosía ni nocturnidad ninguna, suelta la bomba: El objetivo está en enseñar a mirar. Y lo dice tan pancho, quizá porque está acostumbrado a ser brillante. Pero la frase se me queda pegada, y llevo toda la semana dándole vueltas en la cabeza, porque pocas definiciones más certeras puede haber de un oficio y, si me apuran, de una filosofía de la existencia.
Porque, verán ustedes, no sé si se me va a asustar alguno si yo les suelto aquí y ahora que la gran asignatura pendiente de nuestra democracia es la educación. Y no me refiero por educación a esas trifulcas cíclicas entre educación privada o educación pública, que a fin de cuentas bien lejos quedan para los soldados que combaten en esas trincheras cada mañana y, si tienen mala suerte, también cada tarde: los profes y hasta los alumnos. Me refiero a la capacidad de transmitir una forma de encarar la vida misma, eso que se nos escapa de las manos mientras trazamos planes para hacer otra cosa (John Lennon dixit, reconocido mal estudiante). Seguimos creyendo que la educación es cuestión de colegios y maestros y no nos damos cuenta de que hace ya un par de décadas que entre todos hemos dejado la educación en manos de quienes posiblemente no están cualificados para ello: la televisión, las grandes empresas comerciales, la calle y sus miserias. Tenemos mejores carreteras, tenemos mejor sanidad, tenemos mejores infraestructuras y, vale, lo mismo alguien se creyó que entre leyes de calidad y leyes de educación obligatoria íbamos a conseguir acabar con eso que tanto asusta a quien nos administra: las estadísticas que revelan fracasos escolares y otras carencias. Hemos recortado contenidos que, posiblemente, se merecían un recorte desde hace tiempo. Hemos aprendido en buena hora a potenciar destrezas y actitudes, pero como resultado en vez de igualar por arriba, como siempre, acabamos igualando por la mínima. Como la cosa sale mal, se acusa de que no tenemos medios, y es verdad, pero nunca se llega al fondo de la cuestión, me parece: y el fondo de la cuestión es que no enseñamos a mirar a nuestros chavales. Desde mi infancia a la infancia de mis hijos, tengo que reconocer que hoy no somos un pueblo más culto que antes. Ni siquiera somos un pueblo más educado.
Todo está en que hay que enseñar a mirar, para que luego quien quiera sea capaz de ver. Pasada en buena hora la época del regletazo y las orejas de cartón, de las interminables fichas y los recitados de memoria, nos sigue faltando esa paciencia infinita para enseñar a valorar nuestro entorno. Sentido crítico, si ustedes quieren y les parece más claro el término. Capacidad para comprender cómo nos manipula quien nos manipula y hasta dónde tenemos el derecho e incluso el deber de decir basta. Difícil tarea cuando lo que parece que se transmite en las aulas sólo vale para las aulas y, al toque de una campana, al inicio de un fin de semana, nada más llegar a casa, queda arrinconado hasta la mañana del siguiente lunes.
Lo malo de todo es que no podemos acusar a nadie. No creo en las teorías de grandes conspiraciones. No imagino que haya una mano negra que pretenda crear generaciones de personas enteras que no vayan a poder aprender a mirar para ser capaces de ver luego. Nos bastamos y nos sobramos nosotros solitos para cargarnos nuestro futuro. Es simple cuestión de inoperancia.
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