Pues resulta que, con normativa de la Unión Europea o sin ella, la mitad de los juguetes con los que se entretienen nuestros hijos no cumple los requisitos mínimos de seguridad exigidos. Tiempos aquellos en que con un pedazo de caña y una latilla nos fabricábamos una flecha, o una lima afilada nos servía para jugar al pincho sin destrozarnos el pie. Pero eran, claro, otros momentos. Eran, claro, otro tipo de niños.
Porque no me negarán ustedes que, si los niños tienen juguetes peligrosos (¿cuáles quedan, me apresuro a preguntarme?), tampoco podemos exigirles a los padres que velen hasta extremos patológicos por la integridad de sus retoños, si ninguno dice ni pío con la que les está cayendo en todo lo alto desde hace algunos años: mismamente, desde que los niños se han convertido en objetivo de mercado, en target de orquestadas campañas de consumo. Campañas a las que, además, les importa tres pitos la edad de los chavales. O, dicho de otra manera, campañas que ni siquiera tratan de endilgarles a la tarjeta de crédito de papá o de mamá un juguete electrónico de los caros y pijos, sino que más bien parece que lo que pretenden es acortar cada vez más la infancia y acelerar el ciclo vital de los chavales. Convertirlos en viejos antes de tiempo.
En nuestra sociedad parece que los niños ya no existen. Pongan ustedes la televisión a cualquier hora y verán que los dibujos animados sólo se emiten por la mañana muy temprano, tempranísimo, y no a la hora tradicional de la merienda, espacio conquistado por las meretrices y los exhibicionistas de lo catódico. Esperen ustedes un viernes en prime-time y verán a niños contando chistes verdes, a mamás orgullosísimas de lo trastos que son sus pequeños, a crías de siete años fardando de cuernos y novios y, ya rizando el rizo, a progenitoras superencantadas porque la benjamina de la casa baila rap duro y si gana el premio de la semana se hará un piercing en la ceja izquierda. Si llevamos unos añitos donde se nos está vendiendo que para triunfar en sociedad es conveniente no dar un palo al agua y echarle morro al asunto, la cosa se vuelve más preocupante cuando vemos que el síndrome de la mamá del artista corre suelto por todas las televisiones, todos los concursos, todos los hoteles del país, donde van en peregrinación a presentar al nene y a la nena a ver si se hace famosete y los saca a todos de pobres. Hemos sustituido el sueño de ganar la lotería, la quiniela o la primitiva por el de explotar al niño, y parece que importa poco que después la criaturita, cuando le quiten la alfombra de los pies, pueda desarrollar traumas, psicopatías, neuras, celos. Si ustedes no se acuerdan de Macauly Caulkin (el chavalín de Solo en casa), seguro que a todos les suena, del papel couché, el quinario que pasó luego Joselito.
Vale que todos somos conscientes de que hoy los niños no son tontos, que saben más que Briján, y que tampoco es cuestión de mantenerlos toda la vida en la inopia de los cuentos de hadas y las casitas de caramelo. Pero la explotación inhumana a la que se ven sometidos, a veces por sus padres, y otras por empresas televisivas o discográficas no parece de recibo. Los niños son niños, y no tienen que ser otra cosa sino niños. Niños felices, no preadolescentes espabilaos de siete años ni pilinguis prepúberes que no pueden entender la música que escuchan ni la que repiten. Niños que jueguen y rían, que aprendan que el triunfo en la vida no es cuestión de carambolas, sino de esfuerzo, y que hay una edad para cada cosa, y que todo llega a su momento. Luego nos echamos las manos a la cabeza, nos escandalizamos de que tengamos dentro del cesto al huevo de la serpiente, sin querer aceptar que estamos criando a Calígula, entre nosotros, por nuestra falta de cariño, porque creemos que son nuestros juguetes, desde chiquetitos.
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