Da hasta penita verlos, trajeados de noche y con las bolsas del híper y el hielo de la gasolinera, confundiendo el glamour con los rulos del cinco. Pero es lo que hay. Querer ser diferentes siendo igual a todos los otros, gregarios por su puro afán de apartarse de la manada que los envuelve. Culpa, si culpa hay, de todos y de nadie.

¿Quién los ha enseñado a vivir –y a morir— de espaldas a la luz? ¿Quién inventó la moda de salir de marcha cuando ya es tan tarde que todo el mundo cierra y se retira? ¿Cuándo empezó y cómo terminará, si se termina alguna vez, esa nueva división de nuestros ciudadanos y nuestras ciudades, esa línea imperceptible que separa, cada vez más, el día de la noche? Hemos criado en nuestras entrañas una generación de vampiros inocuos, una chavalería aburrida que acude en tropel a la búsqueda de un santo grial que ni siquiera existe. No hacen daño, en su mayoría: sólo combaten el aburrimiento con más aburrimiento. Son protagonistas de Salinger sin conocer ni de oídas a Salinger. Productos de desecho de nuestra sociedad al pairo. Algún día las obligaciones sociofamiliares los alejarán de todo eso, y se quejarán como ustedes y como yo de los ruidos, y de los problemas de aparcamiento, y de lo sucias que quedan las calles. Si hay un sarampión que se pasa en la infancia, hay otra enfermedad (la juventud) que se cura ciertamente con el paso del tiempo.

Son problema de todos nosotros porque los hemos creado nosotros mismos. No es malo que la gente quiera vivir la noche, que se disfrace con las máscaras de la noche, que se desmaquille cada amanecer de la falta de espejos de la noche. Lo triste es que ese mundo rendido a la noche tenga que vivir, de esa manera, en contraposición a los dictados del otro mundo que vive el día y del que, quieran o no quieran, también nuestros chavales forman parte. Un mundo que quiere ignorar unas normas básicas de urbanidad, de civismo, de respeto. Un mundo que es cruel en tanto que la máscara permite siempre la tropelía: si eres invisible puedes pensar que tus pecados no existen.

Nuestros jóvenes y no tan jóvenes se saben a salvo en la noche. Hay mil historias en cada uno de ellos, en cada salida, en cada movida. Pequeños desamores y grandes estragos personales, confidencias, misterios, risas, romances. Nada que al día siguiente no absuelva una manguera a presión, o despertarse a media tarde, o pasar por una consulta de urgencias que suture un desgarrón o remedie atropellos de última hora. El mundo de la noche tiene su antifaz, el mundo del día sus anteojeras. No pasa nada, nunca. Hasta que pasa.

Culpa de todos nosotros. Culpa de nadie. No nos han educado, ni los hemos educado, para el trabajo ni para el ocio. Lo que sabemos, lo que saben, es por pura imitación, adoptando moldes, reviviendo poses. Creen que el teatro del teatro es la vida, y poco a poco consiguen que ambos dramas se parezcan. Y se tiran al pilón, mientras el mundo del día cierra los ojos y atranca los postigos, y ellos imitan actitudes sin saber que en la vida real la sangre no es un líquido pastoso hecho de caramelo y tomate, ni los accidentes de campana se saldan con un buen equipo de efectos especiales. Algunos creen que la noche no pasa factura, que todos los errores se borran con los primeros rayos de sol. Y no saben que detrás del relampagueo de un cuchillo no hay ninguna cámara ni ningún director que después grite “¡Corten!”.

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