No creo que me acostumbre nunca. Uno escribe como escribe (y no quiero decir de la manera que escribe). Primero, en una serie de máquinas de escribir, con papel de calco y rompiendo muchos folios. Luego, con ordenadores a pedales, con procesadores de texto que acababan por lastimarte los ojos y la espalda. Ahora, con ordenadores más modernos y con otros programas que te avisan si te equivocas (o te corrigen por la cara palabras que tú quieres escribir de determinada forma).
Uno va escribiendo y va sintiendo la música de lo que escribe, la cadencia, el ritmo que quiere dar a las historias. Y procura que, además, todo tenga cierta estética. Primero, en pantalla. Luego, al imprimirlo, en los folios blancos que poco a poco va expulsando la impresora. Les confieso que más de una vez y más de dos he corregido párrafos no ya por buscar una armonía del sonido o una afinación de la expresión, sino para que, al quedar impreso, produzca una cierta comodidad, una estructura agradable.
Luego todo eso no sirve para nada. Lo nota uno en cuantito la editorial te manda las galeradas y ves que el texto se agolpa donde tú no quieres, que los diálogos dominan mal una página impar, que los capítulos empiezan en página que no es noble y que, a veces, ni siquiera te gusta el cuerpo de letra que se ha elegido (es fundamental, oigan, el cuerpo de letra de un libro: hasta yo mismo he sufrido enormemente al leer alguna trilogía propia, dada la letra inclinada y apretujada y el mareo que me producía).
Y después de corregido todo, todavía te causa una sensación de desconcierto ver el libro impreso y de verdad, encuadernado, con su olor a tinta nueva. Porque la lectura (otra vez, sí) es diferente, y notas que lo que al final sale a la calle no es como tú esperabas que fuera. A veces te sorprende, otras te desconcierta, en ocasiones te decepciona.
Todo esto, imagino, le pasará a todo el mundo, y en cualquier otra faceta creativa. No se pueden controlar todos los medios de producción, y hay otros trabajos que hay que respetar, porque son parte del esfuerzo común que supone poner a la venta un libro tuyo.
Viene esto a cuento porque acabo de terminar de corregir galeradas del Elemental, querido Chaplin, que saldrá a la venta si no se tuerce nada dentro de un mes y medio. Y, sí, se lee distinto a como se lee en papel o en pantalla. Ahora se nota que es más de verdad. Cuando tenga el libro en las manos, con su portada preciosa y su tacto agradable, experimentaré de nuevo todo eso que les hablo. Y dejará de ser mi libro, mi tesoro, mi tiempo invertido, para ser de cada uno de los lectores, malo o bueno, independiente de mí, una botella más con su mensaje lanzada al océano de las librerías. Como un hijo que se va de casa y cuya infancia queda en el recuerdo.
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