Al hilo de la indispensabilísima Cárcel de papel de Álvaro Pons, donde se comentaban las novedades de cómics japoneses para los próximos meses, surgió el tema, una vez más, de la edición o no "a la japonesa", es decir, publicar esos tebeos alterando el sentido de lectura en el que por historia y tradición y cultura nos desenvolvemos los europeos desde hace siglos a cambio de respetar los deseos y el sentido narrativo propuesto por los autores nipones.
Mi postura, la saben ustedes, es la de adaptar e invertir si es necesario esas viñetas. Un problema personal, sin duda, del que ya hemos tratado antes aquí mismo. La postura contraria, respetabilísima, se basa en respetar al autor y la forma en que originariamente fueron concebidos estos cómics.
Vale. Pero me parece que, snobismos a un lado y deseos de ser diferentes aparte, se corre el riesgo (o se ha caído en el riesgo ya) de ser más papistas que el Papa. Verán ustedes, las películas están hechas para ser vistas en un pantallón enorme, en la oscuridad de un cine, envueltos en ese útero artificial que es el teatro. Ese es su medio (y no entro, por obvio, en el asunto de las voces originales de los actores). Sin embargo, vemos las películas en televisión, video o dividí. Y las vemos en formatos pequeñísimos, adaptadas al telecine, con anuncios interminables y, durante muchísimo tiempo, en blanco y negro. Nadie se rasgó las vestiduras ni abogó por respetar su forma original de concepción: porque era imposible, y cada pantalla y cada lámpara, cada foco, cada butaca es diferente.
En los mismos cómics hemos visto durante toda la vida historias que han sido pensadas para ser leídas en color publicadas en blanco y negro. E historias publicadas originalmente en blanco y negro reeditadas en color. No sólo eso: hemos leído y seguimos leyendo de corrido historias que han sido pensadas para ser leídas página a página cada semana (caso de las dominicales de la historieta clásica), o tira a tira cada día (las daily strips). Con lo cual, el sentido de la evolución, del suspense, del retardamiento del cliffhanger se nos ha perdido y se nos pierde. Nadie ha dicho nunca esta boca es mía.
Durante décadas leímos los tebeos americanos adaptados, no ya al atroz formato novelita de Vértice, con los destrozos correspondientes, sino publicados de dos en dos (o de uno y medio en uno y medio) en las ediciones más recientes. El sentido de la narración mensual se perdió, el continuará saltaba hecho añicos. Hasta las portadas se perdían o se convertían, falsamente, en portadillas. No se hundió el mundo.
Ahora, con la Biblioteca Marvel, nos hemos tragado en blanco y negro, en formato diminuto, y en apenas doce meses, el equivalente a veinte o treinta años de producción mensual. Y todos tan felices, sin darle importancia al hecho de que esos comic-books fueron concebidos para ser leídos de otra manera, con otro tempo narrativo, no de sopetón. No es extraño que, con todo lo que les ha llovido además, las nuevas generaciones digan pestes de, por ejemplo, el clásico Spider-Man, si lo han leído en sobredosis y no en pequeñas cucharadas de 22 páginas cada treinta días.
Obviemos también las diferencias de traducción (¿qué puñetas quiere decir Punisher, o Daredevil?), y la gran asignatura pendiente de la edición de cómics en nuestro país: la rotulación. Y recordemos que la pintura, la poesía, la novela se adaptan y se muestran a nuestro público con otras luces, otras letras, otro formato (un libro traducido suele tener un treinta por ciento más de páginas que el original).
Sigo sin comprender por qué ahora nos cerramos en banda a admitir que publicar una obra en otro idioma, SIEMPRE, significa adaptar, recortar, barrer para lo nuestro, SIMPLIFICAR, FACILITAR el trabajo al lector. Si hemos leído a Harold Foster con bocadillos, no sé por qué no podemos leer en orden de lectura occidental a Tezuka (de hecho, lo leemos y lo admiramos, y no creo que se pierda tanto).
Para mí un libro es, además de un amigo, un objeto que acariciar, que abrir, que oler incluso. Un fetiche que llevo grabado a fuego en mi educación. Y sé que el Hamlet que leo no es exactamente el que escribió Will Shakespeare, y que los colores con los que ahora editan a Flash Gordon no son los originales de los periódicos. Me da igual. Los quiero igualmente. Las artes que pueden reproducirse son artes cuya gracia es, precisamente, que cada uno hace suyas. Nunca tendré un Picasso, pero sí una reproducción en una de las paredes de mi casa. El original es una cosa, y está a salvo en una pinacoteca, o en un museo de Japón. Mi tebeo no es más que una reproducción que me facilita acercarme a un autor sin alejarme de mi cultura, sin torpedearme el placer del encuentro.
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