Ya no los llevan embarcaos de nombre extranjero, hermosos y rubios como la cerveza, pioneros de metrosexual con un punto canalla, carne de naufragio, contrabando y presidio. Ni tampoco valientes guerreros samoanos, traficantes de copra y reverenciadores de los complejos de culpa de los Lores Jims que luego fueron santos patronos de la Commonwealth. Ni los guerreros pictos de hoy en día, que esos usan maquillaje de quita y pon, mayormente los domingos por la tarde, junto a las bufandas y las litronas de calimocho y las banderolas.
No, ahora los lleva cualquiera.
Hemos pasado del Amor de Madre o el Te quiero, Manoli, a arabescos que no desentonarían en cualquier serrallo, a runas postizas que lo mismo tampoco quieren decir nada en los sitios donde quizá digan algo las runas, y a toda clase de bichejos demoníacos de músculos azules y ojillos rojos, como desechados de algún casting de El señor de los anillos o, peor todavía, a pictogramas chinos que vaya usted a saber si no están haciendo propaganda subliminal de una cadena internacional dedicada a la manufactura de rollitos de primavera. Como decía mi amigo Torre: marcao (y por gusto) pa to la vía.
Y es ahí donde el estupor me desborda: la malaje del tatuaje. Porque, verán ustedes, yo me lo pensaría muy mucho (tanto que ni me lo pienso) antes de tirarme de cabeza por el Tajo de Ronda haciendo puenting, más que nada por si actúa la ley de Murphy o cualquiera de sus múltiples apostillas. Hay cosas que uno las tiene que meditar antes de hacerlas, por aquello de que luego traen sus consecuencias: defraudar a Hacienda, saltarse un stop cuando pasa el primo del chiste, comprarte un tanguita de leopardo si eres hombre o, sea cual sea tu sexo, redecorarte la piel para los restos.
Como signo de rebeldía, de querer ser único y molón, pues vale, a lo mejor tiene un pase (aunque, al ritmo que vamos, el que será único y original va a ser quien no se tatúe). Pero es que yo no tengo seguro de que lo que me gusta hoy me vaya a gustar pasado mañana, que para eso la moda es como es: eso sin lo que no podemos vivir hoy y que nos parece tan ridículo al año siguiente (perdóname, tío Oscar, si no recuerdo bien la cita). Un poner: a mí hace diez años me chiflaba la cocacola y hoy no puedo ni verla. Hace treinta tenía pantalones de campana que ahora quisiera borrar hasta de las fotos, y no les hablo ya de los cortes de pelo de mi juventud o de algún que otro modelo de gafas que han cabalgado durante sus buenos años sobre el puente de mi nariz. ¿Quién les dice a ustedes que ese tatú tan chulo que hoy se han grabado, aunque no tenga nombres, no les vaya a parecer horrendo pasado mañana?
Este verano hemos visto, en la playa, la eclosión del tatuaje (y la del topless, vale, pero esa es otra). De todos los tamaños y colores, diminutos y sexys en lugares estratégicos, nonainosos y gigantescos acaparando brazos enteros. Una cosa. Pero vamos a ver, yo me compro una corbata y me la miro en el espejo, y me puede gustar o no. Lo mismo con los calcetines, o con las camisas, o con un crucifijo de oro macizo que pese más que la quincalla que llevaba el negrazo del Equipo A.
Pero nada, que se me escapa a mí el misterio de gastarme un perraje y ponerme un dibujito indeleble en la paletilla o más abajo, allá donde no me lo voy a poder ver nunca.
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