Como tantos otros gaditanos, yo soy hijo de Astilleros, de esos Astilleros que muchos de nosotros pronunciamos todavía en singular y que primero se llamaron de Cádiz antes de que fueran Españoles y después los camuflaran con una palabra (o una sigla, no sé bien qué es) que nos deshumaniza aún más el problema. Mi padre fue uno de los primeros reconvertidos, de los primeros sordos que de pronto se encontraron en la calle, prejubilado y en teoría feliz: un problema menos para las grandes estadísticas, esas que nunca evalúan qué se hace luego con unos hombres a los que no se preparó para tenerlos cruzados de brazos ni se les dio las gracias por su dedicación ni por su sacrificio. Recuerdo que hace ya dos décadas me comentaba un amigo ingeniero el error inmenso de dejar, con esa salida en falso, a tantos jóvenes sin maestros y perder toda aquella experiencia incalculable. Mi padre, prejubilado, nunca supo después sentir el júbilo de disponer de todas las horas de su vida. No supo qué hacer sin Astilleros. Como Cádiz mismo.
Mi destino, si mi padre no hubiera tenido la visión de futuro que no tuvieron los que se encargan de la cosa, habría sido trabajar en el Astillero: muchos de mis amigos de la infancia, del barrio, recalaron brevemente allí. Algunos fueron reconvertidos, o emigraron a otras ciudades. Quizá otros, los menos, se parapetan todavía bajo pasamontañas y barricadas, intentando una lucha final que todos sabemos que no llegará a ningún puerto.
Porque el problema, claro, es que nunca se planteó de verdad una solución (ese plan B del que tan magistralmente nos escribía Manolo Ruiz Torres hace unas semanas). Esa reconversión, después de casi veinticinco años, sigue esperando eso, ser reconvertida. Si hemos estado viendo que ya no se pueden hacer barcos como antaño (a menos que, como temen los yanquis, la Cuarta Guerra Mundial empiece en Corea y no en Pakistán), díganme ustedes si alguien no ha tenido tiempo, con la de años que llevamos de sequía, para buscar una alternativa industrial. A nadie se le ha ocurrido ninguna (no me puedo creer que no la haya), pero el problema no se soluciona a golpe de jubilaciones anticipadas y de biberones de subvención. Esos parches sólo sirven para retrasar el enfrentamiento real con el problema, y ni siquiera ganan tiempo: únicamente nos cansan. En el mundo del campo, cuando no se recolecta arroz, se pasa a la vendimia. Aquí seguimos queriendo fabricar barcos, petroleros de nariz roja, para un mercado que ni los quiere ni los necesita. Cuando una persona diestra pierde un brazo, tiene que aprender a comer, a atarse los zapatos, a cepillarse los dientes con la zurda.
Los responsables marean la perdiz, ganando tiempo, negando lo inevitable. Y uno comprende la desazón y los nervios de ese puñado de trabajadores que temen por su futuro, y el de toda la otra gente (o sea, nosotros) que depende de sus modestas economías para que las suyas vayan tirando. El problema se acrecienta (y ahí ya entramos en la disonancia cognitiva) cuando esas protestas y ese miedo se resuelven por las bravas y somos nosotros, los otros trabajadores, quienes apagamos pagando el pato. La solución de los sitiados es sitiarnos a los que estamos con ellos, y me temo que eso acabe provocando un cambio en la opinión pública y la tortilla pueda dar la vuelta y las simpatías se tornen en despecho.
Se equivocaron con la sigla (o la palabra, no sé bien lo que es). Parece que no se trataba de izar nada. El verbo que nadie se atreve a expresar es justo el antónimo: Arriar. Hasta coraje para decirnos la verdad les falta.
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