Se lo decía yo, con choteo, a mi querido Rodolfo Martínez hace unos años, cuando entró como un ciclón en el mundo de la ciencia ficción "Aquí pasas de joven promesa a vieja gloria con un libro publicado". Y menos mal que después, de vez en cuando, seguimos publicando algún que otro libro, que si no ya sería para chocarnos.
Uno empieza a darse cuenta de que es vieja gloria cuando le piden que firme uno de sus libros y el libro está amarillo amarillo, como de haber sido leído muchas veces (que en ocasiones así es) o de haber sido repescado de las catacumbas de algún saldo.
Luego la cosa se complica cuando ves que se te acercan los lectores y te tratan de usted, cosa que ni siquiera mis alumnos son capaces de hacer, por más que el trato respetuoso y tal sea siempre de agradecer y cada vez más difícil de mantener.
Después te das cuenta de que, en efecto, la vida (literaria) te ha ido pasando por encima sin que te des cuenta siquiera porque te vienen las sobrinas, o las alumnas ya crecidas, a preguntarte por algún noviete o algún conocido que a) tiene una beca para escribir un libro que se le publicará y no sabe cómo hacerlo, o b) tiene muchas ideas para escribir, pero le falta rodaje y lo que quiere es un cursillo acelerado (en tres palabras, a ser posible) para iniciarse en esto de la literatura.
Ahí me quedo ya desolado, oigan, porque no sé qué decir ni a uno ni al otro. Por muchas posibilidades que uno tenga de publicar un libro, si no tiene nada que contar ni transmitir, es absurdo ponerse teclas a la obra. Y si alguien quiere contar cosas, es explorándose a sí mismo, equivocándose, corrigiéndose, y sobre todo leyendo mucho como tiene que hacerlo. No hay fórmulas mágicas. Yo, por lo menos, las desconozco y nunca me he fiado mucho de ellas. Quizá por eso estoy donde estoy, muerto de asco en la casilla de salida, y temiendo que en los dados me salgan las tres manos sin jugar o me vaya directamente a la casilla cero de nuevo. Pesimista que es uno, o es que no ha visto más que de lejos las mieles del triunfo... en los demás, por supuesto.
De un tiempo a esta parte, y esto lo hago con mucho gusto, me encargan prólogos, ese ejercicio de vanidad y estilo donde uno tiene que glosar un libro que se lee a toda prisa tratando de perder la objetividad, si alguna vez la tuvo, porque quien escribe es un amigo y ya se sabe que por los amigos se parte uno la cara y lo que haga falta, y si los maestros que uno tuvo fueron capaces de tener el detalle de sacarte a recitar allá en el quinto pino, o a corregirte una entrevista que le hiciste y no quedó reflejado exactamente el matiz de lo que quería decir, o a hacer una crítica de tus libros en un periódico sin que tú se la pidieras ni viniera a cuento (y además te ponía bien y veía cosas que otros críticos no habían visto), pues ya me dirán ustedes quién cojones soy yo para decir que nones.
Y ahora, por fin, me toca presentar los recitales de los amigos, esos que son tan igual que uno que son como si fuera yo, a los que te une esa afinidad mágica de haber compartido juntos el camino de veinte o treinta años de juntar letras, suspirar por mujeres imposibles, ver cómo se quebraron nuestros sueños políticos y cómo nos quedamos viendo pasar de largo el premio literario que anhelábamos.
Por supuesto, Manolito, que estaré allí contigo.
El camino de la gloria, si existe, está asfaltado con nosotros. Viejas glorias que no supimos que estábamos de paso.
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