Era hermoso como un dios griego y tenía esa sonrisa cautivadora que solo son capaces de mostrar quienes están muy seguros de sí mismos, pero con las gafas de Clark Kent o desplazado de su tiempo en busca del amor de Elise MacKenna se le veía indeciso y torpe, un chaval gigantesco y de buen corazón, el típico miembro de una hermandad estudiantil o, luego, de una ONG de esas que se estrellan contra el cristal de la burocracia y salen venciendo. Quizá por eso lo eligieron para el papel imposible, un papel que bordó de tal manera que nadie desde entonces (ni nadie antes) ha encarnado a un personaje de tebeo con la soltura y la perfección con la que él nos hizo quedar convencidos de que, en efecto, era Kal-El, venido de Krypton.
Su compenetración con Superman fue tan grande que luego, como sin duda ya imaginaba, tuvo que luchar toda la vida para que no lo encasillaran. Lo logró durante poco tiempo, ya lo saben ustedes. El papel de escritor enamorado de Somewhere in time, el de escritor bisexual y celoso de La trampa de la muerte, el no menos celoso actor de Qué locura de función y el obispo enamorado de Monsignore. Empezábamos a tomarnos en serio que podía encarnar a otros personajes cuando tuvo aquel desafortunado accidente de caballo y, tetrapléjico, acabó encadenado a la vida y un respirador para siempre. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que el papel de Superman se le había marcado en lo más hondo, o que no necesitaba el disfraz azul y rojo para demostrar que de verdad era un superhombre. Luchó con tenacidad, no ya por sí mismo, sino por los otros en su misma situación, con una fuerza de voluntad admirable.
Tenía algo de Cary Grant, y algo de Jimmy Stewart. Christopher Reeve, 1952-2004. Descansa en paz, amigo. Vuela alto.
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