Es difícil, en el campo de la historieta y en el de los superhéroes más todavía, inventar algo nuevo, siquiera porque el subgénero no es tan ilimitado como pudiera parecer de entrada, o porque genios como Stan Lee, Jack Kirby y compañía escrudiñaron a placer los recovecos que, como buena narrativa popular, tiene ese rinconcito del fantástico. Cuando, a principios de los años ochenta, un puñado de dibujantes díscolos imitó a otro puñado de dibujantes díscolos y se estableció por su cuenta, instalando líneas tipo Image más o menos a la usanza de lo que Los Humanoides Asociados habían hecho antes en Francia, hubo autores que se quedaron descolgados, por razones de edad o de estética, y tuvieron que buscarse nuevos pastos, tan alejados de las directrices de las dos grandes como de los postulados estético-narrativos de los Jim Lee, McFarlane y demás.
Mike Mignola fue uno de esos casos. Y, si los chicos Image no fueron capaces o no les interesó camuflar sus influencias, creando superhéroes que eran sospechosamente parecidos en poses y actitudes y pasados y uniformes a los superhéroes de toda la vida, tampoco Mignola pudo renunciar (porque es imposible, insisto) a todo lo que se había hecho o se había insinuado ya por entonces. La diferencia entre Mignola y los demás es que Mignola es un grande de la historieta y que no sólo de Jack Kirby ha bebido el hombre, pese a que la influencia del Rey sea manifiesta en su obra y en el pasado de Hellboy y su plantel de nazis de opereta (¿nadie echa en falta a Cráneo Rojo o a Zemo?), y que salpica su obra de otras influencias enormemente apetecibles: Lovecraft, la mitología europea del licántropo o el fantasma, cierto interés en lo oculto, una estética personalísima de luces y sombras, el puro placer de experimentar mientras se narra.
Y ahí, claro, está el mayor handicap que, como tebeo, tiene Hellboy. La atmósfera es sobresaliente; el ritmo de la narración, insuperable; la maestría del artista, continua; los personajes, interesantes. Pero suelen fallar las historias, que quizá no estén a la altura de todo lo que puede dar de sí ese pequeño universo narrativo y ese personaje.
Llevar Hellboy al cine implicaba, por tanto, reestructurar buena parte de la mitología que Mignola todavía va tejiendo, y darle una estructura narrativa más sólida, menos personal si queremos, más al alcance del público generalista. Y eso, en efecto, se consigue, revelando en ocasiones de dónde vienen las influencias (Indiana Jones, Los 4 Fantásticos, los mitos de Cthulhu, Expediente X), y mostrando un apetecible escenario donde desarrollar nuevas andanzas del personaje protagonista. Guillermo del Toro ha simplificado y a la vez ha vuelto más complejo el micromundo de Hellboy, desarrollando unos personajes y reduciendo otros, entregando una película bastante sólida que, por fortuna, no sigue el esquema simplista de otras adaptaciones de héroes de la historieta al cómic. Toda la primera parte, la presentación del ritual, el guiño al Sargento Furia, la llegada del agente del FBI, la coña intertextual con los mitos nazis y judaicos, la soledad de Hellboy y su historia personal de amour fou y, sobre todo, el dar por hecho que existe un pasado más amplio que la película (como también ocurre en los tebeos) nos permiten comprender que estamos ante un universo potencialmente más grande que las dos horas que aquí se nos muestran.
Y eso es, en parte, el handicap que acaba por hacerse demasiado patente en la película. El tercio final pierde fuelle, la acción se dispersa, el propio Hellboy palidece ante la apabullante riqueza de sus secundarios (ese grandísimo Abe Sapien, a quien el doblaje traiciona una personalidad que lo equipara a Threepio; un John Hurt que llena la pantalla; una Liz que roba el climax final --un climax que quizá recuerda demasiado a la bomba de luz matavampiros de Blade II) y sobre todo unos villanos que mueren y resucitan demasiadas veces, desde los monstruosos bichos (ranas en el comic, aquí mejorados, y mucho) al muñeco nazi o el propio Rasputín: después de tanto golpe y tanto palo, no queda nunca muy claro por qué mueren exactamente cuando lo hacen. Aunque, claro, siempre queda abierta la puerta a una segunda parte.
Ron Perlman consigue, además, que su personaje sea simpático y creíble (aunque uno imaginaba a Hellboy más grande), y el humor juega un contrapunto magnífico con ese ambiente sórdido y pesadillesco que permea la historia. Me quedo con el gesto de Hellboy cuando esconde el puro que está fumando para que no lo vea su padre.
Ahora, si en una segunda parte aparecieran Brutus y Von Klempt...
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