Era un tour de force peligroso y aunque no puede decirse que Quentin Tarantino corte dos orejas y rabo al final del quite, sí hay que reconocerle que sale del embolao con nota alta. El primer "volumen" de su monumental Kill Bill, resuelto a mayor gloria de la violencia hipertrofadia, con unos planos de antología y, sobre todo, una aplicación de la música a la historia como hacía mucho tiempo que no se veía en las pantallas, nos mostraba, y lo decíamos por aquí, cine destilado y en estado puro, una amalgama de influencias de todo tipo, momentos estelares, un corta-y-pega, si ustedes quieren, donde cada plano y cada episodio era de sobresaliente.
Tenía la pega, claro, de que nos dejaba con ganas de más. Y Tarantino, que de tonto no tiene un pelo, ha sido capaz de mantenernos en vilo un montón de meses para, al final, no darnos más de lo mismo. Kill Bill volumen 2, en este sentido, funciona de manera casi independiente de su primera entrega, y aquí servidor de ustedes duda incluso que sea necesario haber visto la primera parte para entender esta segunda.
Porque donde la primera parte era acción sin reflexión, jugando solamente con la baraja de escenas y alterando presente y pasado de la situación de la Mamba Negra por mor de llegar a ese impactante y despendolado climax final con las katanas, aquí la acción se diluye, hasta se esquiva conscientemente, y la historia desemboca en lo que no puede interpretarse sino como un anticlímax.
Tarantino nos evita la desagradable matanza tipo Charles Manson en la iglesia en medio del desierto (pero, por contra, nos ofrece una conservación en primer plano fijo entre Carradine y Thurman que vale muchos kilates), y no carga las tintas en la relación sadomasoquista entre La Novia y su instructor Pai Mei, elude el enfrentamiento con Budd y hasta hace trampas cuando las dos novias de Bill se enfrentan en el trailer, y como a fin de cuentas, hasta eludiendo la estructura clásica de las películas aparece la estructura típica de las películas, el momento culminante entre el Encantador de Serpientes y su rubia favorita se resuelve de manera poco espectacular. Tanto Uma Thurman como David Carradine (con todas las lecturas que su personaje proporciona) están que se salen.
Parece que Tarantino, aquí, ha querido dar más importancia a los sentimientos de los personajes, y si no fuera por cierta coña implícita, hasta se habría podido caer en el culebrón lacrimógeno: la aparición de BB (que no nos pilla por sorpresa y que, en mi opinión, por forzar el cliffhanger de la anterior entrega, queda aquí descafeinada: nunca tendrían que habernos dicho que la niña estaba viva); el fugaz momento de ira cuando La Novia descubre que Elle ha envenenado a su maestro; el descubrimiento de la tira azul del Predictor o toda la parte de final feliz.
Y este puede ser, tal vez, el máximo problema de la cinta. Los personajes hablan demasiado, cosa que es siempre gozosa porque Tarantino maneja unos diálogos chispeantes y divertidos y con alguna reflexión interesante (la de Supermán, no por aquello de que Clark Kent sea el disfraz y no al revés, detalle sabido, sino por la crítica implícita al desprecio que el superhombre siente hacia el ser humano normal cuando se disfraza de éste para ridiculizarlo, desprecio que el propio Bill descarga cada vez que menciona el nombre de Peter Parker). Pero esos personajes, duros, encallecidos, de vuelta de todo, asesinos natos, se confiesan demasiado, abren su corazón demasiado a todo el mundo. Los personajes de los westerns (y Kill Bill es un western en toda regla) no suelen participar de esa característica: jamás hablan de sí mismos, nunca alardean, llevan la procesión por dentro y cuesta sacarles las palabras: sólo hay que repasar un momentito la obra de Ford o de Hawks. En ese aspecto, la verborrea continuada de los personajes resta puntos a su redondez como iconos.
Nos queda, pues, que Kill Bill en sus dos volúmenes es un capricho gozoso de un director que puede permitirse todo tipo de excesos. Más cómic que cine, en ocasiones, exagerada y grandguiñolesca, con situaciones increíbles y resoluciones más increíbles todavía, me quedo con algunos guiños: la cutrísima vida de Budd como matón de discoteca; la alusión a Daredevil: Born Again cuando la Novia llora en el plano cenital final; el momento de la resurrección y huida de la tumba (que me recordó a Buffy, claro), y madre e hija viendo un anime violento que se nos escamotea a cambio de, una vez resulta la situación familiar, mostrarnos un viejo cartoon de urracas parlanchinas y paletos con mono azul.
La mala leche de Tarantino asoma entonces, con su carita inocente, cuando vemos que esos dibujos animados, más adecuados para los niños de la edad de BB, acaban con golpe y cachiporrazo ultraviolentos, porque en todas partes cuecen habas y es divertido echar la basura hacia otro sitio.
Dicen que Tarantino, dentro de diez años, quiere hacer un volumen tres donde enfrente a La Novia, alias la Mamba Negra, alias Beatrix Kiddo, a la hija de Vernita Green. La situación familiar final, que remite clarísimamente al principio de la primera parte, desde luego que así lo insinúa.
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