Les juro y rejuro que, en mis años mozos, allá por el Pleistoceno, jamás leí un libro infantil ni una novela juvenil. Bueno, vale, sí: ya de preadolescente me embobé como casi todos con Los Cinco de Enid Blyton. Poco más.
A mí lo que me ponía como una moto eran los tebeos. Y los libros que leía eran libros de verdad. Luego he sabido que de verdad, de verdad de la buena tampoco eran, sino versiones afeitadas y troqueladas y adaptadas. Pero eso que salí ganando, y hoy todavía recuerdo con afecto a Verne, a Dickens o a Dumas (este lo leí a lo bruto, sin recortar).
Hoy, lo imaginan ustedes, tengo la casa empapelada literalmente de libros y tebeos. Tebeos y libros de todo tipo. Y, sí, mis hijos leen literatura infantil, cuando las gameboys y las gamecubes les dejan un rato libre. Pero no leen tebeos.
Y compruebo, claro, que hay muchísimos libros escritos para niños. Y libros que son divertidos, y atractivos, y con dibujitos simpáticos, y hasta con cierta mala leche implícita: hoy se sabe que los niños no son tontitos, y que también les mola transgredir desde la literatura.
Pero sigue habiendo pocos tebeos para niños, por no decir ninguno. Ahora llegas a los tebeos en la adolescencia, a un paso del frikismo en el peor de los casos. Y de ahí te largas en cuanto se te cruzan un par de cachas o te quedas y de ahí no te mueves.
¿Por qué, si hay muchos libros infantiles, si hay premios importantes de literatura infantil, si los libros para niños ocupan sitios destacados en las librerías y hasta en los hipermercados, no pasa hoy lo mismo con los tebeos para niños? ¿Dónde nos hemos perdido en el camino? ¿Se podría enmendar ese error de nuestra, ejem, cegata industria?
"Donde hoy hay un tebeo, mañana habrá un libro", decía la propaganda institucional que tanto nos cabreaba hace más de veinte años a los que ya sabíamos que una cosa no tiene nada que ver con la otra.
Lo que no sabíamos es que el lema iba a cumplirse pero de esta forma.
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