Ayer, mientras mi santa entraba a comprar ropitas en uno de los centros comerciales de la bahía (nada de publicidad gratis, lo siento), y como en las tiendas de modas no hay sillitas para que los aburridos hijos de Adán nos sentemos al menos, le dije a mi mujer y a Laura que iba a acercarme al cine de al lado a ver las carteleras mientras ellas decidían.
Y al llegar al multicine recordé que ya no existen las carteleras. Vale, sí, hay carteles de películas, muchos carteles de muchas películas, pero ayer sentí una oleada de nostalgia por aquellos fotogramas en cartón con escenas de las películas que se colocaban junto a las taquillas, a resguardo de un cristal, con cuatro chinchetas. Aquellos affiches que Truffaut niño robaba según nos confesó en La noche americana (¿o quizá era en Los cuatrocientos golpes?).
Lástima. Era una buena forma de imaginar si la película estaría bien o no, o si no valdría nada, y hasta de ver qué podría ir pasando luego en la pantalla. Imagino que hoy en día, con internet, con la tele, con los mismos trailers (hay que ser tontos para contar una película de dos horas en un trailer de dos minutos, ¿eh?, pues las cuentan) esos cuadraditos de cartón ya han quedado obsoletos.
Pero entretenían. Y a veces, si uno conocía al acomodador o la taquillera, o el cine iba a cerrar en breve para convertirse en un banco o una peluquería, los vendían (por ahí tengo las carteleras de las películas de Star Wars, de cuando se estrenó la penúltima versión especial), y se las podía llevar uno a casa más contento que unas pascuas. O si no, las robaba, si era posible, como hizo Truffaut, como ya no podrá hacer ningún futuro Truffaut, porque no existen.
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