Yo quería ser periodista. Fue mi vocación de niño, y de adolescente, y supongo que alguna parte de mí todavía quisiera ser reportero dicharachero, Humphrey Bogart a la búsqueda de una exclusiva, investigador por cuenta de nadie, aunque pronto descubrí que lo que yo prefería era tener una columna en un periódico y pontificar y despotricar sin moverme de casa, comodón que se fue volviendo uno con los años, y de ahí a olvidar ese sueño y contentarme con escribir libros no hubo más que un paso.
Después me he ido convenciendo de que fue para bien, de que el periodismo que a mí me hubiera gustado hacer ya no existía, si es que había existido alguna vez, y visto lo que nos está cayendo encima desde hace una década o quizá más, me alegro enormemente de no tener que depender para vivir de esa profesión que antes fue noble y hoy es un corral de gallinas donde ni siquiera se contrastan noticias, ni se dan datos fiables, ni se investiga ni se informa. Tiene que ser muy triste pasarte todos esos años estudiando la carrera de periodismo (si es que el periodista tiene que tener estudios, que esa es otra), para que te pongan una alcachofa en la mano y te envíen a acosar, literalmente, a un mindundi para que te cuente o no te escupa si se acostó con el cuñado del primo del manager de la representante de la vecina de enfrente del torero que se encamó con la hermana del tenista.
Ese tipo de chismorreos nos invade, nos ahoga. Lo llevo como una cruz, y lo triste es que en el mundo de la política (o de la información cultural, de la crítica de cine, de los estudios sobre la historieta) pasa más o menos igual. Ya lo decía Cambalache: los inmorales nos han igualao.
Viene esto a cuento porque, ya saben ustedes, la reina de corazones ha muerto ayer. Y anoche todas las televisiones del país examinaban su vida y su persona... o más bien no. Sin que uno tenga nada en contra ni a favor de la difunta (más que reconocer que, sí, fue una mujer guapa) daba rubor anoche ver a todos esos chirlachis que habían hecho de su capa un sayo, acosando, vilipendiando, destapando, conniviendo, pirateando y pactando exclusiveos, hacer prácticamente una hagiografía en directo. Ayer parecía que nadie tenía pasado, ni la difunta ni esas mismas rémoras que habían vivido a su estela cuidando de no morderse la lengua viperina, por si no llegaba el antídoto a tiempo.
Parecía que se les había muerto alguien de la familia. Si alguna vez han fabulado lo que el término pudiera ser, anoche nadie recordó eso de la información objetiva. Coros celestiales, y hasta lágrimas. Aquí paz, y para ella gloria.
La muerte de cada hombre me aflige, que dijera John Donne. Lo malo es que el espectáculo que dieron una vez más esos que se proclaman periodistas le hacía a uno pensar (y alegrarse de no compartir profesión) si esas lágrimas de cocodrilo Gucci se debían al dolor por la pérdida de un ser humano triste, limitado y equivocado como somos todos, o si era simplemente el reconocimiento involuntario de que se les acabó el chollo y la fuente de ingresos, hasta que tengan que inventar otro rey u otra reina de corazones que les llene las arcas y les enmascare la poca, poquísima vergüenza que a ninguno les queda.
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