Aquí el impresentable descubrió empíricamente la ley de Murphy cada vez que, de chiquitito, se cortaba las uñas. Bastaba media vez que uno, zas, les pegara el recortito (y el no va más de la época eran los cortauñas que todo quisqui llevaba colgando del llavero) para que las uñas me hicieran falta ipso facto para algo.
Porque las uñas hacen falta, no sé si se han fijado ustedes: para rascarte, para despegar cosas, para meterlas en sitios, hasta para atornillar algo que esté flojo y no sea demasiado duro. No digamos ya si eres Lobezno y/o te pone histérico alguien y quisieras cortarlo en rodajitas como suele pasarle al pobre Silvestre.
Pobre gente que se come las uñas, lo que se pierde. Por eso aquí el impresentable procura llevarlas siempre a su medida justa, no estilo Fu Manchú, ni para ganar records en el libro Guiness, pero sí lo suficientemente larguitas para que me ayuden en todo eso que decía antes. Y si además uno lee manuales de quiromancia y descubre que tiene manos creativas a cuenta de las uñas, miel sobre hojuelas.
Lo malo, que en verano, con el agua del mar, se ponen blanduzcas y se escogorzian al primer roce. Y entonces ya no sirven para su cometido: no vean la que tuve que liar ayer mismo, con las manitas mojadas, para abrir un sobre de quesos cheddar, de esos que dice que tienen cierre abrefácil (qué contrasentido), pero que no hay manera, oigan. Sin uñas, no hay manera.
Y qué bella historia de amor, ay, la de la uña y la mugre...
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