Por segunda vez (¿por quinta?) Spider-Man vuelve a la pantalla grande. Los que hemos seguido los tebeos del trepamuros de toda la vida, imagino, estaremos más contentos que unas pascuas: aunque la película no vaya a ser recordada dentro de cinco o seis años, parece que nos encontramos con la que es, de momento, la mejor adaptación de un personaje de cómic al cine.
A pesar de sus defectos, que los tiene y a mansalva, la película refleja bien lo que es Spider-Man y lo que supone serlo si a la vez eres Peter Parker. Los secundarios tienen su importancia, como en los cómics, y se juega al guiño al espectador que a la vez fue lector tanto con algún nombre (el quizá injusto chiste a costa de Steve Ditko con el agarrado casero Ditkovich) como con la imaginería (el bello momento del traje en el cubo de basura, la aparición del doctor Connors, Betty Brant y Robbie Robertson, el "rescate" del traje de su panoplia). Y además se sazona de humor, con situaciones que funcionan por su absurdo (la peripecia de la pizza, el momento en el ascensor, Bruce Campbell robando la escena en el teatro).
El conflicto Peter/Spider-Man es, quizás, demasiado largo: dos horas y pico a cuenta de lo mismo cansan: se tarda mucho tiempo en llegar a la epifanía (y, no, no quiero mencionar cierto episodio de cierta serie llamado -el episodio- "Anne"). Y las escenas melodramáticas hunden la película cada vez que aparecen: el tono dickensiano quedaba bien en aquellos tebeos de Lee y Ditko, pero se ve en pantalla como algo muy remoto e incluso irreal. El doblaje, con ese tono lacrimógeno que parece salido de La casa de la pradera, lastima lo suyo esas escenas.
Como estructura, incluso como guión, la película recuerda bastante a Supermán 2, que aparece como referente en más de un momento. A falta de Roy Orbisson, Alfred Molina (nuestro querido Satipo), borda un Doctor Octopus que, para no caer en la repetición innecesaria con el Duende Verde (ya hay otras repeticiones en la trama), remite a los grandes científicos trágicos del cine fantástico, desde el Doctor Phibes al mismísimo Darkman. Quizá no queda suficientemente explicado, ni convincentemente expuesto, que son los brazos los que dominan a Ottavius, ni para qué demonios quiere reconstruir el experimento (en unos muelles de Nueva York que remiten, claro, a la trilogía del Planeador Maestro). Aquí se ha aprendido la lección y Molina puede hacer lo que el pobre Wilhem Dafoe no pudo: jugar con las muecas, interpretar a dos seres distintos.
Con algunos excesos quizá innecesarios (el vuelo de Tía May por las cornisas, la exagerada escena del tren a punto de descarrilar), es en la crisis de fe de Peter Parker donde la película no parece encontrar su hueco. Los tebeos de Spider-Man resuelven esa crisis que de vez en cuando sirve para revitalizar al personaje por cuestiones puramente sociales o recurriendo a las divertidas gripes que lo dejan hecho unos zorros. Aquí, la integración de Peter en su entorno (integración que, de todas formas, no se produce, porque sigue siendo un nerd, quizá incluso gafe) pasa por regresar a las gafitas y a la pérdida de unos poderes arácnidos que tienen un fondo psicológico. La peli peca de un exceso de discursos, siendo quizás el enfrentamiento último Octopus-Ottavius-Spidey-Peter el que chirría más, en tanto que roba espectacularidad al final. Alguno de esos discursos, por cierto, está tomado literalmente de los cómics de J.M. Stracynsky, cuya visión de tía May y su conocimiento del secreto de su sobrino están aquí claramente reflejados.
Los efectos especiales mejoran los de la anterior película. Si bien el muñeco digital (y el muñeco de plastilina) todavía se mueven de forma demasiado rápida y entrecortada, los enfrentamientos entre araña y pulpo están magníficamente resueltos, tanto en la batalla en la torre como en el tren, donde han echado el resto. Sam Raimi nos presenta a Spider-Man como el héroe por excelencia de Nueva York (a falta de los 4 Fantásticos y demás personajes del universo Marvel), y si en la primera entrega ya vimos cómo el público general apoya al arácnido, aquí la escena del tren refuerza aún más esa idea: uno de los viajeros del tren incluso tiene puesta la sempiterna gorra de beisbol con las siglas NY.
Sí, tienen razón ustedes: Peter se despoja con demasiada facilidad de la máscara. Y Mary Jane no resulta convincente. El climax de la película repite en demasía la estructura del filme anterior, y es de esperar que en nuevas entregas MJ no se convierta en el equivalente perpetuo de Olive Oil: ahí está JJ Jameson que podría dar el mismo juego, e invirtiendo además los roles tradicionales.
Atención a James Franco como Harry Osborn; esperemos que en la tercera entrega no le cubran la expresividad con la malhadada máscara de Power Ranger. La película, desde luego, tendría que haber terminado en ese punto culminante del hallazgo del arsenal del Duende Original, obviando el final rosa de la boda y el beso.
Sigo echando en falta, eso sí, que Spider-Man diga tonterías mientras pelea. El tablero está dispuesto para seguir explorando este rinconcito del universo Marvel y de nuestras vidas. Se ha avanzado en la presentación dramática (ya no hay marcha atrás: demasiada gente conoce la identidad del Hombre Araña). Ahora, si apareciera cierta rubita hija de un capitán de policía...
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