La llaman la Semana Negra. Dicen que porque, en un principio, fue un encuentro entre escritores y lectores de novelas y relatos policíacos. Hace diecisiete ediciones ya. O sea que ha llovido lo suyo: Gijón ya saben ustedes como es, o deberían saberlo.
Desde entonces ha crecido. No sé cómo fue al principio, pero sí como es desde hace unos años, desde que tengo la suerte de asistir. No es ya una semana. Y, desde luego, no es negra. Quiero decir que ya no está dedicada solamente a la literatura policial, sino simplemente a la literatura. O, más que a la literatura, al arte de contar historias, ya sea por medio de relatos de gangsters, balas, políticos corruptos y boxeadores en la cuesta de la vida como con viñetas en blanco y negro donde Jack el Destripador nos desgrana sus crímenes o los dibujantes sudamericanos intentan escapar a las dictaduras que les han ido cayendo en mala suerte. O a las historias de mundos de ficción que se parecen al nuestro o no se parecen, según nos de la gana o lo necesitemos los escritores que pretendemos unir literatura y fantástico. Es bueno que en alguna parte nos hagan caso.
Es una semana multicolor. Un crisol auténtico. La mezcolanza definitiva de gustos y afinidades, de culturas y contraculturas, de lo culto y lo popular. Ahí es nada, pero es todo eso. Si algo define esa semana que son diez días y que no es negra ya, sino un puro arco iris, es esa asombrosa capacidad para hacer conocido y popular lo que, en otros sitios, desde los periódicos, es absurdamente reducido y culto. La Semana Negra tiene mucho de feria del pueblo, y por eso no es extraño ver el carnaval que se forma en torno a la Carpa de Encuentros que se alza junto al estadio de fútbol donde se sitúa ese mágico tenderete donde se venden libros de saldo y libros de estreno, globos, caramelos, comida para llevar de cualquier procedencia, cerámica india y hennas de colores, algodón de azúcar, saltimbanquis, churros a cualquier hora del día y la noche, trenzados rastas, motivos celtas, flechas y carcajs indios del norte y oscuros chiquillos de ojos de piedra venidos del sur, mantas, ropa, bocadillos, estatuas de cartón de héroes del cómic, velas, flores, chiringuitos de todos los tipos a los que alcanza la imaginación, música a chorros, de vez en cuando la lluvia en arpeggios.
Es, en efecto, la feria del pueblo y es bueno que los payasos de esa feria, por una vez, seamos los escritores. Es bueno que se nos mime un poco y se nos haga caso, que seamos reina por un día entre gente que pasa y nos mira y, de vez en cuando, se acerca y te compra un libro o te pide que se lo firmes. Es bueno que todo esté junto y a mogollón, porque no somos tan raros ni la gente es tan zafia como quiere creerse, y siempre resulta apasionante encontrar a gente de todos los rincones del mundo unidos por el amor común a las letras y a muchas otras cosas (entre otras, la magnífica comida de la que hacen justo alarde los gijonenses, desde luego).
Montar semejante tinglao es labor de titanes y es justo reconocerlo. Dicen que la Semana Negra ha estado siempre en la cuerda floja, a expensas de políticos y subvenciones, con el miedo al cambio que siempre pueden traer unas elecciones y los recortes presupuestarios de rigor, buscando becas y patrocinadores y encantados de que las marcas de refresco al uso echen una mano (aunque a algunos nos guste más la cerveza o incluso a otros les tire más la otra marca de refresco oscuro). Si la ciudad parece que cada tarde se moviliza para ir a esa feria, y cada noche acude a los conciertos gratuitos, todo se debe a un puñado de gente que está al pie del cañón, desde las oficinas instaladas en el "submarino", en uno de los laterales del Molinón. Allí están todos, entrando y saliendo, frenéticos, sonrientes, organizados como un ejército solidario y optimista. No conozco más que unos cuantos nombres, y por eso no puedo citar a ninguno. Pero siempre velan por nosotros, los invitados, y saben cómo y dónde y cuándo tienen que recogernos, a qué hora llega el avión, a qué hora parte, con quiénes hay que hacerte compartir el viaje de vuelta o de regreso. Un caos perfectamente articulado, organizado como si fuera un plan secreto del Pentágono. Nunca se les ve un mal gesto, ni una ojera (y sé que duermen poco). Es el subidón de la Semana, que contagia. Y se agradece.
Detrás de todo, como un oberstandartenführer beatífico y bigotudo, como un Pancho Villa de las letras y el buen humor, está Paco Taibo (arriba, en la caricatura). Paco Ignacio Taibo II, como él firma, reconociendo que pertenece a una estirpe de periodistas y escritores. Mexicano de acento y mostacho. Gijonés de origen y cariños. Incombustible. Un león de leer libros (y escribirlos). Entusiasta, imbatible, lenguaraz. No para. Contagia también, hace que uno envidie su capacidad de movimiento. ¿Cómo puede cundirle tanto un día, una semana, un mes, una vida? Se le ve amigo de todos, enterado de lo que hacemos todos, de lo que escribimos o rompemos todos. Charla y charla, inevitablemente se convierte en un imán. Dedica su vida a la vida y a los libros que son la vida y se le ve feliz siempre, aunque imagino la de procesiones que irán por dentro después de tantos años al pie del cañón. O más bien al pie del cañón de confetti, que aquí las balas no pretenden matar a nadie, aunque a todo escritor que se precie se le ha ocurrido (y alguno hasta ha escrito) un relato que se llame "Asesinato en la Semana Negra" o algo parecido.
Es la fiesta de la cultura y tiene sus voceros. El periódico "A quemarropa" que venden desde muy temprano un puñado de chavales, donde se informa de lo que pasó el día anterior y de lo que irá pasando ese día. Un periódico de verdad, grande y de sábana, como otros periódicos queridos más cercanos y de más antes. Un periódico que, cada pocos días, lleva de regalo no un fascículo, un pin, un cochechito o un deuvedé, sino libros perfectamente encuadernados, en ediciones especiales para cada edición, dedicados a alguna exposición de autores de historieta, o a algún pintor al que se homenajea, o a los poetas del exilio o los escritores que por allí pululan. Debe costar un potosí montar semejante editorial volante, pero los libros se venden por un
euro, si acaso.
Los escritores tienen las mañanas libres y las tardes comprometidas, en tertulias improvisadas donde se habla lo que se puede y lo que nos deja Paco Taibo. Y desde el púlpito de la Carpa de Encuentros, al finalizar cada acto, alguien de la organización que sube y dice con desparpajo: "Los libros de tal autor al que acaban de ver están ahí al fondo, a la venta. No se corten". Y siempre hay alguien, en efecto, que no se corta.
Gijón es una fiesta y la fiesta empieza en Madrid, desde donde sale el tren negro que remonta lento el mapa hasta llegar a territorio de montaña y brumas. Por el camino, bocadillos y dulces, mucho refresco (los que bebemos cerveza no podemos ni quejarnos). Periodistas que cruzan el tren de un lado a otro, indígenas voladores que duermen detrás de mí, reservando fuerzas para las volteretas que darán mañana en el aire a treinta metros de altura y miles de kilómetros de sus antepasados. Vagones abarrotados de gente que charla aunque no se conoce, que se sonríe porque se conoce de siempre o de otras Semanas Negras, traductores simultáneos que van de acá para allá tomando notas taquigráficas donde no se les escapa ni el aliento que uno toma entre frase y frase. Y la inevitable y divertida mesa redonda donde todos hablan de lo que son y lo que están haciendo, aunque a veces las coincidencias entre un proyecto y otro no nos hagan mucha gracia. La anécdota del año pasado es que en el tren no estaba la mesa redonda literal de otros años. Renfe ya no la tenía: había sido "vendida", según dijeron, a un país árabe. Todos comprendimos que ahora andaba por Irak, dedicada a otros menesteres menos literarios.
Luego, nada más llegar a Asturias, una espicha. O sea, comer y escuchar gaitas y beber sidra. El aspecto culinario es importante en la cultura asturcona, y la Semana Negra lo cuida al detalle. Si alguien está tan loco como para ir a la Semana Negra mientras sigue un régimen de adelgazamiento (o sea, mi propio caso), ya puede irse olvidando durante los días que esté allí. Hay espichas de entrada y de salida, almuerzos y cenas de trabajo y ocio. Imposible seguir cualquier régimen. Da lo mismo.
Nos reciben en el Ayuntamiento, y antes en el tren el presidente (o lo que sea) de la comunidad autónoma. De verdad que parece que los escritores, en este país, somos algo. Se corta la cinta inaugural, se abre la veda del libro. Escritores de África remota y de América cercana, ingleses, alemanes, españoles, italianos. Fotógrafos y reporteros, poetas rebeldes y actores contestatarios, músicos de destierro en las cuerdas de la guitarra, todo el mundo se cita allí. Es como un espejismo, de verdad. Ojalá que cundiera el ejemplo de organizar otros equivalentes a la Semana Negra en otras partes más cercanas de España.
La palabra justa, como siempre, la da Paco Taibo. Al defender lo que la Semana es, lo que en la Semana somos, esa mezcla de cultura y alegría, de populismo e intelectualidad bajada del pedestal, lo deja bien claro: "Nadie nos impedirá que leamos mientras bailamos".
Y que siga la danza.
Comentarios (32)
Categorías: Literatura