Era guapo hasta la socarronería, aunque ahora se le recuerde por sus papeles de madurez, donde estiró su cuerpo hasta lo indecible. El rebelde por antonomasia del mundo del cine, el superviviente a esa rebeldía que llevó siempre a gala, aunque es cierto que ser millonario tiene que ayudar lo suyo a no agachar nunca la cabeza, aunque él la agachó, según dicen, cuando le mendigó a Francis Ford Coppola ese papel de Vito Corleone que sería un hito en su carrera.
Brando, con su nombre de colonia o de detective al uso, era hermoso e impredecible. Si Ava Gardner fue el animal más bello del mundo, Marlon no se le quedaba atrás, pero en el otro sexo, ya fuera luciendo camiseta en Un tranvía llamado deseo o en las poses bellamente estatuarias de su Fletcher Christian en Rebelión a bordo, por no mencionar esa actuación sofocante y contenida del coronel Kurtz de Apocalypse Now, su imitación-homenaje (o lo que fuera) de Gene Kelly en Guys and Dolls, y sobre todo ese hermosísimo discurso, tan lleno de ironía, con el que su Marco Antonio se dirige al pueblo de Roma en Julio César, donde hasta el último pliegue de su toga están componiendo un personaje medido al milímetro.
Fue Emiliano Zapata y tuvo una muerte hermosísima tirado en medio de aquella calle, acribillado a balazos. Y a balazos cayó también, cuando compraba naranjas la vez que fue un gangster en Chicago. Dirigió un western originalísimo (El rostro impenetrable), y por ir contracorriente fue capaz de conjurar el desierto del género con esa libertad que, en los últimos planos, supone asomarse al mar. Se dejó dirigir por Chaplin en una comedieta intrascendente, y se partió la cara por esquirol en los muelles de Nueva York. Fue el espejo donde luego se han mirado todos los otros rebeldes millonarios del Hollywood más moderno, desde Jack Nicholson hasta Sean Penn.
Fue un actor de una pieza, lo que quiere decir que fue muchos hombres distintos, el método como nadie más ha interpretado el método. Y siempre, siempre, aquellas poses de estatua moderna, la composición de cuadros en movimiento, aquella mirada de toro embravecido, de enorme volcán que hervía por dentro, aquella mandíbula firme que lo hacían una estatua, sí, del monte Rushmore, un George Washington de la escena.
Escuche, voy a hacerle una proposición que no podrá rechazarme...
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