Los finales de curso tienen esa cosa horrible y maravillosa de que uno se pasa dos semanas despidiéndose: que si la cena en conjunto, que si el arrocito en La Marea, que si los de la quiniela que no nos toca, que si la promoción de segundo, que si el cumpleaños de quien le toca. Es agotador, pero imagino que es de recibo en una profesión como la nuestra, donde la única posibilidad de ascenso es ver si el año que viene das segundo de bachillerato en vez de tercero de eso, o viceversa.

Seis o siete profesores y sin embargo amigos nos reunimos también, por nuestra cuenta, para decir adiós pero de verdad. Porque dos compañeros se nos van este año: Antonio, que se jubila (aunque parece que va a intentar mantenerse al pie del cañón hasta noviembre), y Valentín, que por eso del juramento debido (se jubiló con dos cojones cuando se pasó del antiguo bachillerato a la sacarina sucedánea que ahora tenemos) se marcha de ayudante de don Camilo (o sea, de coadjutor) a la parroquia de La Atunara.

Pasamos un ratito divertido, comiendo el mejor cazón en adobo del mundo mundial (en El Dorado de Puerto Real, aclaro), y charlando de todo un poco. Sin sentimentalismos, aunque la ocasión era proclive, pero todos somos hombres de pelo en pecho, con los vellos de las piernas chamuscados por el humo de cien batallas.

Son buena gente, estos dos venerables cuasi-ancianitos. Valentín Hernández (que sí nos hizo llorar a moco tendido hace unos años, cuando se despidió oficialmente del claustro) es lo menos parecido a un cura que ustedes se puedan imaginar, o quizá como tendrían que ser los curas siempre: cultísimo, educado, dominador de varios idiomas, matemático, experto en filosofía y teología, y sobre todo impenintente disfrutador de la vida, paseante a todas horas, sabio, amigo. Ha sido y será un rebelde toda la vida, y ya digo que cuando vio cómo soplaban los vientos, y aprovechando que le cumplía la edad (aunque está más en forma que ustedes y que yo), dijo ahí os quedáis y se dedicó a la contemplación, a la meditación, a ser feliz. Hasta ahora, claro, que su enorme valía lo reclama para otro medio. Sé que voy a echarlo de menos por las mañanas, con su carrito de la compra, dándome envidia porque vivía como un majarajá mientras a nosotros nos esperaban seis horas de clase y un montón de niños con la cabeza y las feromonas en otra parte.


Antonio González Barroso, pequeño, rápido, sentimental, nervioso, con esa cabeza venerable que parece escapada de un cuadro de Rafael, y su cigarro perpetuo entre los dedos, y su mirada con sorna, y su voz de catarro permanente, ha sido y es una institución en el colegio. Tiene un corazón que no le cabe en el pecho, es amigo de sus amigos y cuando se pone a disertar da gusto escucharlo (siempre recordaré aquella conversación de besugos en Roma, cuando dilucidamos si penetración venía de pene o al contrario). Cierto que, desde hace dos o tres años, Antonio había perdido un poquito de su presencia y de su prestancia: como todos nosotros, no ha podido superar la muerte de quien fuera su mejor amigo (su hermano, como él decía), nuestro querido Juan Carlos.

En fin, ellos se van y el colegio se queda, igual que nos iremos los demás. Vendrán otros distintos, pero no como ellos. Lo bueno, que su impronta habrá quedado en las mentes y los corazones de mucha gente desde hace mucho tiempo.

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