Laura ha ido hoy llorando al colegio. Algo que no le pasaba desde los primeros días del preescolar, en la guardería, cuando se enfrentaba a un mundo diferente donde todos los niños eran extraños y ella ya no iba a ser el centro de atención como lo era en casa.
Dicen que ha dado un pequeño numerito en el patio, a la entrada, y cuando yo la he visto más tarde, en el recreo, ha vuelto a echarse a llorar. Hoy es, no sé si saben ustedes, el último día de curso y para ella, que está en segundo de primaria, es también el último día de ciclo. O sea, que llora porque el año que viene (dentro de tres meses breves) empezará con un profe nuevo o una profa nueva. Después de dos años con Bernardo, ella, entre pucheros, dice que le da mucha pena.
En vano intenta uno convencerla de que es así siempre. Para ella y para los que estamos al otro lado de la mesa. Las despedidas duelen siempre, incluso cuando vienen con vacaciones de regalo, y ella es aún afortunada, porque podrá simplemente cruzar el pasillo, o bajar las escaleras, y darle un achuchón a su maestro de primero y segundo, antes de que se me haga mayor y le de vergüenza.
Otros no tenemos tanta suerte. Menudo veranito nos espera.
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