Siempre me ha caído como un tiro. Desde chiquitito, oigan. Será, claro, porque no lo entendía al hablar (sigo sin entenderlo). Será porque fue el primer personaje que me hizo preguntarme para qué demonios llevaba la blusa de marinero por arriba, si por abajo se le veían las plumas del culo. Será porque era y es y será siempre un personaje antipático.
Cumple estos días 70 años, el gachó. Es el segundo personaje Disney, aunque hoy por hoy lo que queda del primero tampoco es que llame mucho la atención. No sé qué tienen los personajes de esa casa, que te gustan mucho de crío chiquitín, imagino que por las redondeces del diseño, y después te distancias de ellos. Nunca pueden competir con los personajes Warner, con la mala leche de Bugs Bunny (que era, claro, la mala leche de Groucho), con la esquizofrenia total del Pato Lucas (que era, en contraste con Donald, un pato negro), y desde luego ningún personaje Disney tiene la humanidad del Coyote (ánimo, estamos contigo, algún día desplumarás a ese maldito Correcaminos).
Donald fue signo del americanito medio, el americanito cabreado y con mala uva, envidioso de sus vecinos, el papafrita que tenía una novia que se partía de puro cursi y que, impotente sin duda, se tenía que conformar con educar a tres sobrinos (que, en el colmo del mal gusto, hasta se metían a boy scouts y todo). Era una víctima de las circunstancias, rendido a una tecnología que jamás entendió, y por tanto derrotado por ésta cada vez que algo en la casa se le hacía trizas. Es curioso, uno de mis dibujos animados preferidos, de siempre, es aquel en que Goofy (padre de familia sereno y feliz) se mete en su coche y se transforma en un cretino baboso y violento. Ahora me doy cuenta de que se estaba transformando en el propio Donald.
Gracias a Donald, no obstante, aprendimos que el sueño americano tenía un reverso tenebroso (y es significativo que ahora tengamos que soportar a un señor de dudoso cariz democrático llamado Donald Rumsfield), capaz de pasar de la placidez a la manía homicida. Era un pelanas y, encima, se lo comían la envidia y todo tipo de malos sentimientos. Claro que su rival por el amor de la engreída Daisy era aún peor: qué no habría dado yo por venderle al restaurante chino que todavía no tenía debajo a ese pato metrosexual que es Narciso Bello.
Los dibujos animados de Donald Duck eran y son un canto al frenesí, al caos, a la victoria de lo mediocre sobre el inepto. Tuvo que ser Carl Barks quien explorara en su subconsciente y nos mostrara al tío Gilito en los comic-books. O sea, un asqueroso millonario que debía su nombre original (Scrooge McDuck) al personaje de Dickens y que, toma ya esterotipo, era avaro como buen escocés. Sin embargo, no había color entre el adinerado y agarrado pato burgués y el atontado de su sobrino.
En España, allá por los primeros años setenta, nos hinchamos de leer tebeos de las aventuras del Pato Donald y sus sobrinos. Lo que no sabía la editorial era que todos-todos nos identificábamos claramente con Los Golfos Apandadores, aunque personalmente nunca llegué a saber si eran gatos o perros.
Es lo malo que tienen los mundos antropomorfos (y recordemos también que la creadora de Omaha ha muerto estos días). Uno nunca sabe dónde empieza la parodia o la mala intención, dónde hay simple despiste o apología del racismo o del clasismo (ahí tenemos el caso de Dartacán, donde todos los animales eran inteligentes... menos los caballos, que eran caballos siempre). Y es que ya lo dijo Orwell, claro: Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros.
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