Tuvo el mundo en sus manos y uno imagina que ha terminado sus días como Vito Corleone en el jardín, sin recordar quién fue ni lo que hizo, con el cerebro frágil de un niño y con el cuerpo comido por las arrugas que tienen que crear, por fuerza, 93 años.
Lo odiamos con toda nuestra alma, no sé si lo recuerdan ustedes. Porque había sido un actor muy malo, y estuvo a punto de rodar Casablanca, e hizo películas con un mono donde a él le tocaba la parte del Jerry Lewis de la pareja, y fue gobernador de aquella California de hippies que, si salió él elegido varias veces, no tuvo que ser tanto como nos ha vendido luego la leyenda de la música. Lo odiamos, sobre todo, porque era altanero y todopoderoso, porque se trabucaba al hablar, porque no tenía ni idea de muchas cosas y lo veíamos desde por aquí como una versión descafeinada de aquellos galanes o aquellos empresarios que su ex-mujer toreaba en Falcon Crest.
En la década de cambios que fueron los ochenta, cuando éramos más jóvenes, fue uno de los cuatro ases de la baraja mundial, con Maggie Thatcher, con Mijail Gorbachov, con Juan Pablo II. Era el viejo más viejo de un mundo que gobernaban los viejos y al que no podíamos acceder los jóvenes.
Nos regaló una palabra, reaganismo, que en España compitió con aquella otra que todavía nos colea, desencanto. A su sombra creció el poderío militar, el cine se convirtió en espectáculo de mercenarios glorificados y ametrallamientos salvajes. Fue el padre espiritual de Johnny Rambo y de todos los otros asesinos que desde entonces nos han hecho pasar por héroes. Le sucedió un ex-jefe de la CIA, padre de ese emperador que ahora tenemos que no ha dudado en cargarle el mochuelo de sus meteduras de pata a otro jefe de la CIA, por si acaso.
Se retiró con gracia (ya era viejito entonces), y es posible que estos últimos diez años fuera un alma en pena, sin recuerdos, pobre diablo.
En el fondo, pese a lo dicho, tenía ese empaque que debe tener todo presidente de los USA, el savoir faire que tenía Kennedy y del que careció Jimmy Carter, el mismo descaro insolente y juvenil de Bill Clinton, eso que tanto le falta a George W. Bush, que ahora nos manda.
Sabía moverse ante una pantalla, aunque dijimos siempre que no era capaz de actuar. Y llevaba bien los trajes de chaqueta, y los tupés, y las corbatas. Y tenía aquella sonrisita picarona, de galán que no deja nunca de serlo. Dicen ahora los americanos que fue un héroe, y que acabó él solito con la Guerra Fría y con el comunismo: está claro que nunca pasará a la historia el que inventó la antena parabólica.
Así pasa la gloria del mundo, Ronnie, amigo. Lo triste es que, a la vista de quien ahora ocupa tu despacho, tengamos que echarte un poquito de menos.
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