Descarten ustedes cualquier otra consideración al uso: el verdadero paso para una sociedad donde los sexos sean si no iguales sí por lo menos parecidos vino antes del varón metrosexual, antes de las coletas y los pendientitos en el lóbulo de la oreja (el rídiculo que hace Harrison Ford): ese momento de gloria se produjo cuando los hombres empezaron a usar medias adaptadas a sus pinreles, o sea, eso que llamamos calcetines ejecutivos y algunos, según me cuentan en mi tienda de modas, calcetines de ministro.
Porque no me negarán ustedes que son medias. Cortitas y sin el morbo que nos suelen dar las medias a los tíos, pero medias al fin y al cabo. Producto de la alta tecnología y de la vagancia más absoluta: anda que no tuvieron que pasar décadas para que se inventara un calcetín que puedes ponerte de cualquier manera, sin preocuparte de que el talón encaje allí en su sitio (porque, eso sí, resbalarse resbalan igual que todos, y como casi todos se te clavan en la espinilla y te dejan luego la pierna toda marcada, presta siempre a hacer el ridi en los momentos más sexys).
Vienen en pocos colores, y son siempre lisos: azul, negro, corinto, marrón, de un tiempo a esta parte gris marengo. Ya no se ven los que eran beige, ni caqui, ni verdecito, ideales para ponértelos con un pantalón de ese color, para no dar el cante con un arcoiris entre la pernera y el hueco del zapato. Aquí en el sur los usamos (los uso) poco: apenas dos o tres semanas, el tiempo justo de olvidar que la primavera en seguidita se contagia de verano.
La única gran pega es que, jolín, no hay dos iguales. Ya te los puedes comprar todos de la misma marca (una tontería, pues son indistinguibles unas de otras), que en el momento en que salen de la lavadora, ya no hay Dios que sea capaz de emparejarlos. Parecen iguales por fuera, sí, pero no lo son. Unos resultan algo más largos que otros, la tirilla es de rayas horizontales o verticales, o sin rayas muchas veces, y ni les cuento la cantidad de tonos distintos de negro o de azul marino que puede haber, la alegría de un daltónico.
Uno se pasa las noches viendo la tele y ordenando calcetines. Y siempre te quedan sueltos diez o doce, sin pareja, abandonados a sí mismos. Lo mismo las parejas se perdieron en el camino que va del tendedero al cesto de la ropa limpia, o les salió una carrera de esa que hacía rubor a las señoras y que a nosotros la verdad es que no nos importa tanto.
Nuestras madres y nuestras abuelas se pasaban las noches separando no el trigo de la paja, pero sí las lentejas de las piedrecitas, con paciencia de jugadoras de lotería (que ahora ya se llama bingo). Y a nosotros nos ha tocado la china de volvernos majaretas a la hora de emparejar calcetines gemelos que después resulta que no son ni primos.
Al final tendremos que hacer como el gran Kiko Ledgard: ponernos un calcetín de cada color, o por lo menos de cada tono. Total, si no se notan demasiado tampoco.
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