La elegancia del encuadre exacto, la intuición de quien detiene el tiempo para atrapar, papel y tinta, la vida misma: una sonrisa de ternura y un gesto de pavor; el cansancio; el vértigo del horizonte abierto.
Harold Foster, creador de una manera única de entender la Historieta, legó al medio una obra fundamental, modelo de narración, en la que épica y lírica se aúnan para delimitar la Aventura en estado puro. Una obra que ha quedado como un hito, como un ejemplo.
Un clásico.
Son las palabras que embellecen la solapa (y forman parte de la publicidad) de mi último librito: Hal Foster, una épica post-romántica, que debe estar llegando estos días a las librerías especializadas de la mano de sinsentido ediciones y la dirección de don Jesús Cuadrado. No puedo, por razones obvias, colgar aquí el texto del libro, pero sí me gustaría compartir con ustedes qué razones me llevaron a aparcar la producción de ficción propia y las traducciones de ficciones ajenas para dedicarme, creo que con los cinco sentidos, a explicar por qué me gusta tanto este autor, a quien no dudo en considerar uno de mis maestros.
Y esa es, quizás, la clave con la que hay que entender la redacción de este trabajo. Ya de muy jovencillo, en un viaje a Santiago de Compostela, en Zamora, me encontré con una estatua dedicada al maestro que tenía la frase de Alejandro Magno, que dentro de unos meses será famoso otra vez porque tendrá su película: Y si a mis padres les debo la vida, a mis maestros les debo el triunfo. Yo no he triunfado en nada, ni creo que vaya a hacerlo nunca, pero tengo que reconocer que la frase es cojonuda. No sólo somos lo que comemos, como dicen por ahí: somos lo que nos hacen. Y a mí me hizo Harold Foster, cuando descubrí con trece años esa obra magna que es Prince Valiant.
Soy agradecido y reconozco que debo a muchos. Es decir, tengo muchos maestros: los que lo fueron de verdad, desde una clase, y en ocasiones aquellos a quienes intento enseñar algunos conceptos, desde otras clases (sí, no se extrañen ustedes: también de los alumnos se aprende). En lo literario, ya lo he dicho en la respuesta a algún post anterior, uno siempre estará en deuda con Francisco Umbral, o con Vargas LLosa (y, si me apuran, con Stephen King). Y en el mundo de la historieta, del que he sido fugazmente parte y que es todavía, porque remolonea, parte de mi vida, también debo mucha música de lo que escribo y muchas de las imágenes que describo a gente tan dispar como Héctor G. Oesterheld, Robin Wood, Alex Raymond, Moebius o, claro, Harold Foster.
De los guionistas mencionados he pillado muchas veces el ritmo de la frase, la poesía de la soledad, el personaje marginado porque es diferente y no cuadra en ninguna parte. De los dibujantes mencionados, la armonía, la pasión por la estética, el todo absoluto que conforma una imagen que, porque me dedico a lo que dedico, tengo que pintar con palabras. Y de Foster... de Foster he aprendido tantas cosas que me cuesta trabajo centrarme en una sola. Porque no sólo he aprendido a narrar historias, a desmitificar al héroe, a amar a la más hermosa, sino también a intentar ser más persona que personaje, a controlar el temperamento, a ser más irónico que cínico, cuando las cosas se ponen de verdad feas.
Foster hizo una de las grandes novelas del siglo XX, y esa novela le ocupó buena parte de su vida. Contrariamente a casi todos los demás dibujantes y guionistas de los cómics, su llegada al medio se produce cuando ya es un hombre adulto que tiene una vida, y lo que nos cuenta en su historieta es, ni más ni menos, que sus observaciones sobre la vida, alejándose a sí mismo y a los suyos en el tiempo y disfrazándose de Valiente igual que disfraza a su mujer de Aleta. De esa novela yo aprendí, con trece años, el valor de la amistad y de la palabra dada, el rechazo a la violencia, la serenidad que da ver las cosas en perspectiva (otra cosa, claro, es que las aplique o las deje de aplicar, que no soy un santo ni un héroe y me puede muchas veces, como al propio Valiente, la pasión a la cabeza).
Si hay muchos Quijotes, uno para cada época de la vida, hay también muchos Príncipe Valiente: al menos yo descubro uno nuevo cada vez que me siento a disfrutar de ese siglo V falso que parece tan de verdad que la Edad Media tendría que haber sido como Foster la pinta: ni sucia ni idealizada, sino una mezcla de ambas cosas, con personas capaces de gestos heroicos y malvados que uno llega a comprender aunque no comparta cómo actúan. La gran baza de Foster es que, a contracorriente siempre, rara avis en el medio de los cómics, tiene sus referentes en otras partes que no son la historieta, por lo que es capaz de crear grandes personajes donde los secundarios, aunque asomen poco, son perfectamente capaces de demostrar, en sus líneas de actuación, que son seres redondos, no meros comparsas.
Foster es, pues, uno de mis grandes maestros, tanto literarios como conductuales, y durante muchos años he vagado como alma en pena buscando una bibliografía que pudiera ponerme en mejor contacto con él. Sólo recientemente pude acceder al indispensable Hal Foster: Prince of Illustrators, porque pese a la importancia capital en el mundo de la historieta (jamás, jamás ha llegado el cómic a cotas más altas) se ha escrito poco y mal sobre la figura de este venerable anciano que nos ha legado el más bello poema épico de la saga arturiana que existe.
En mi librito cuento mis reflexiones, cómo veo y he visto su trabajo, qué me dice todavía, qué me seguirá diciendo siempre. Era una deuda que tenía conmigo mismo, y con el gran maestro, una espina en mi costado que me he sacado un poco, aunque no del todo.
Porque a Foster hay que volver siempre, porque como los buenos amigos está esperando con sus historias que contar, para hacernos revivir su vida que ya es también la nuestra.
Comentarios (36)
Categorías: Principe Valiente