Vamos a decirlo sin herir susceptibilidades (o hiriéndolas): Sir Lawrence Alma-Tadema es muchísimo mejor pintor que Alan Lee; Wolfgang Petersen tiene mejor caligrafía que Peter Jackson; Homero sigue estando a años-luz de J. R. R.Tolkien.
Me perdonarán ustedes si en los renglones por venir baso demasiado mi reseña (¿mi crítica?) en la comparación con El señor de los anillos, pero me temo que es algo inevitable. Y si bien reconozco que no me decepciona la trilogía de la Tierra Media, tengo que confesar que es con Troya donde me lo he pasado mejor, donde he recordado de dónde vengo y de dónde venimos todos nosotros y cuáles son mis referentes culturales y literarios. Y todo ello gracias a una película que se acerca con la dosis de respeto imprescindible a una leyenda que ya era antigua cuando las culturas que florecieron a las orillas del Mar Egeo todavía eran jóvenes, sin caer en el afán de la literalidad absoluta, sino adaptando su argumento a un medio nuevo y presentando a sus personajes a un público que en general los desconoce.
Petersen no olvida que está contando una película, y sabe que tiene que comprimir la leyenda para entregar su narración (y no podemos olvidar que también Homero sintetizó en La Iliada los diez años de lucha en apenas un episodio, sin llegar a la culminación de la guerra ni la destrucción de la ciudad de los teucros). Y en ese recomponer del canto Petersen no olvida que la fama de la historia se debe a sus personajes, y si bien tiene que cambiar detalles y remendar motivaciones, lo hace de manera inteligente, planteando con inteligencia los momentos de diálogo que se intercalan con las escenas de acción, usándolos en todo momento para empujar la historia hacia delante y, sobre todo, para caracterizar a sus héroes, capaces en todo momento de ofrecerse de manera comprensible y adulta al espectador. No hay aquí buenos ni malos, más allá de los casi caricaturescos Agamenón y Menelao, que parecen escapados de un manga de Tezuka, y los momentos de gloria alternan a la perfección con actos indignos (la cobardía casi femenina de Paris, la cólera de Aquiles), siendo sólo Héctor, como en el poema, el héroe comprensivo y familiar, de una pieza, justo y digno: Eric Bana compone un personaje que apunto ya mismo a la nominación al Oscar como mejor secundario para el año próximo: las cicatrices de su rostro dicen mucho de su historia pasada, y la expresión de compasión de su mirada llega a ser estremecedora.
Todo ello en medio de una arquitectura y unas armas que sabemos falsas pero se nos antojan más verdaderas que otras al uso, con una puesta en escena que no elude el caos cuando la melé de la batalla así lo exige pero que sabiamente centra el encuentro entre iguales como una suerte de ballet, casi una corrida de toros. Si en el poema de Homero la aristeia es el momento en que la acción generalizada se detiene y los héroes griegos y troyanos se enfrentan en combate singular, aquí los enfrentamientos entre unos y otros tienen instantes que recuerdan al western: la conversación entre Aquiles y Héctor en el templo de Apolo, los bramidos de Aquiles desde las puertas de Troya, el paralelismo cuando ambos personajes calzan sus armaduras. Al renunciar a la participación directa de los dioses en el combate, Petersen y compañía son capaces de revalidar lo incierto de la batalla entre Alejandro-Paris y Menelao, en tanto sabemos que ningún deus ex machina vendrá a arrebatar al príncipe teucro. Y, sin embargo, se narra casi literalmente la hermosísima despedida de Héctor y Andrómaca y el pequeño Astianacte en la muralla, quizá el momento más hermoso de todo el libro y una de las situaciones cumbre de la historia de la literatura.
Brad Pitt entrega una composición soberbia de un héroe iracundo, pagado de sí mismo, menos mortal que el resto de los hombres: su contraposición con Héctor lo lleva a llorarlo una vez muerto; se nota que en fondo envidia a su digno contrincante. Pitt es otro de esos actores de raza que tienen que demostrar una y otra vez que saben actuar bastante por encima de la media, lastrados por un físico hermoso que aquí refuerza como nadie la mítica catadura de su personaje. Orlando Bloom no sale mal parado en el papel que, de entrada, tiene los peores momentos, y es un acierto de la trama remendada que podamos comprenderlo y hasta simpatizar con él. Dice la leyenda que Helena de Troya fue la mujer más hermosa del mundo antiguo, y desde luego la bellísima actriz alemana Diane Kruger no debe quedarse muy atrás de lo que tuvo que ser la original: su personaje, además, es tan torturado y atrapado como todos los demás, un juguete en manos del destino.
Se nota que, detrás de todo el entramado de la presentación cinematográfica, hay una labor de paciente estudio y planificación. Eso se advierte en los escudos de los troyanos y sus emblemas con los caballos, en la velocidad en el combate de Aquiles y su epíteto el de los pies ligeros, en la caracterización de personajes secundarios muy menores que apenas tienen más importancia en la historia que la de los meros comparsas que son, pero que revalidan que están ahí y que son complejos. Al alterar la leyenda original y eliminar a varios de esos personajes secundarios parece que pueda eliminarse la futura tragedia griega, pero también hay guiños inteligentes al futuro (la aparición final de Eneas), mientras que otros personajes que, lo sabemos, no lograron escapar al asedio de Troya se pierden en la bruma de la noche, sin que conozcamos o queramos reconocer cuál va a ser su destino.
Quizá sólo eché en falta a Casandra, y hasta es posible que hubiera sido interesante mezclar su personaje con Briseida. Un detalle inteligente, obviados los dioses, se narra en el encuentro-despedida entre Aquiles y su madre Tetis (una todavía bellísima Julie Christie), posiblemente en la misma laguna donde el héroe de leyenda adquirió esa invulnerabilidad que lo alejó de ser humano y que aquí se soslaya, quizá porque no habría sido creíble, en una escena que, más allá del guiño a la diosa del mar, ofrece de manera sucinta y poética el dilema de Aquiles: vivir viejo y venturoso e ignorado o morir joven y perdurar para siempre en la memoria de los siglos. La presentación de los personajes, desde la entrada en escena del propio Aquiles, la mirada de Paris por encima de la copa de vino, la expresión de preocupación constante de Héctor revalidan en todo momento el tono epopéyico de los personajes que se nos recrean, dentro de un casting perfecto donde apenas hace falta más para reconocer al gigante Ayax, o al sabio Néstor: son personajes de una epopeya coral que ahora tienen su fugaz minuto en la memoria como los tuvieron tantos otros al ser nombrados de pasada en el canto de Homero. Dicho de otra manera, hay más épica en una de las katas inmóviles de Aquiles con su espada que en las mil horas cuatrocientos minutos de orcos y elfos y jinetes de Rohan.
No existen los dioses, pero sí existe el recuerdo. Los héroes griegos y troyanos que lucharon en esa guerra quizá insignificante tal vez lo hicieron, como aquí apunta Aquiles, por el simple motivo de que sus nombres fueran recordados: sus nombres, no sus historias, no cómo fueron en realidad, ni cómo sintieron. Por eso es lícito rememorar sus andanzas en un medio distinto, y Petersen, que no olvida que está haciendo cine en ningún instante, recurre a un truco de prestidigitador hermosísimo para justificar la confusión de armaduras entre Patroclo y Aquiles y la decisión de éste último de volver a la batalla. Cine puro.
Las palabras finales de un inspirado Ulises (que también ha despreciado el culto a los dioses con su añagaza) tienen ese punto justo de poesía y épica, y lo dejan a uno con ganas de más. Ojalá Petersen y Sean Bean se embarcaran en una nueva historia que contase las desventuras del rey de Itaca en su intento por volver a casa. Yo, por lo menos, así lo espero.
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