Dicen que cuando Francis Ford Coppola terminó su magistral Bram Stoker?s Dracula su equipo escribió a continuación una secuela centrada en el personaje de Van Helsing, presumiblemente para que la dirigiera uno de los hijos del californiano y para que fuese interpretada de nuevo por el talludito Anthony Hopkins. El proyecto quedó en el limbo y es de suponer que no fuera el mismo que ahora nos trae Stephen Sommers.
Sommers debe tener una fijación post-edípica con Robert E. Howard: ya saqueó con arte y poco disimulo a sus personajes Turlough O?Brienn para La momia y al mismísimo Conan para El rey escorpión, que dirigió y no produjo. Ahora, entre el habitual mejunge de influencias y homenajes, le toca el turno a Solomon Kane, cuya estética de sombrero negro y lucha contra el mal remeda sin descaro.
La película parte de algún supuesto interesante y tiene, sobre todo al principio (y al final) momentos de inteligencia: el juego referencial, y en blanco y negro, con las mismas pelis clásicas de la Universal cuyos monstruos ahora solivianta (e impulsa en DVD); el chiste de sombrero al jorobado de Notre Dame y Mister Hyde ("¡Las campanas! ¡Las campanas!"); el jugoso referente con James Bond y Q y ese cuartel secreto Vaticano (que a mí, ay, me recuerda cosas propias); el monje juvenil que parece escapado de Buffy (me recordaba a Andrew) y se cruza con el Atso de El nombre de la rosa; el juego de espejos de El baile de los vampiros y el respeto a Frankenstein y su criatura (hermoso el detalle de su cerebro eléctrico y su corazón de cuasi-kriptonita).
En la lista de debes, el personaje de Drácula, estropeado aún más por un doblaje infame, que parece un cruce entre Jordi Mollá, Edmundo Dantés y el propio Raphael. El actor, que hace lo que puede por imitar a Gary Oldman, simplemente no está a la altura, o quizás todos son conscientes de que el momento de supremo enfrentamiento entre héroe y villano se hará con CGI, que son baratos y espectaculares.
Tampoco el guión es para tirar cohetes: una premisa interesante e inquietante de partida (Drácula y los vampiros que son conscientes de sus limitaciones biológicas y buscan la inmortalidad genética que les está prohibida) se ve estropeada por una puesta en escena que da demasiada importancia a las arquitecturas imposibles que nos lega El señor de los anillos y la peripecia continuada de rizar el rizo, contar acciones paralelas y compartir el estrellato monstruil (que recuerda, no lo he dicho antes, y poderosísimamente a aquel viejo comic de Neal Adams, recién reeditado y malísimo).
Lo peor de todo es que la peli no sabe lo que quiere contar: no se aclara nunca. Van Helsing parece, literalmente, Lobezno, más allá del actor que les da nombre a ambos: sufre amnesia, parece inmortal o al menos no envejece, se convierte en fiera peluda y garrilluda... Habría que ver hasta qué punto el guión original ha sido influido por el mutante de moda y su actor; desde luego, esta historia podría entrar perfectamente en la continuidad del mutante canadiense.
La música de Alan Silvestri, demasiado pegada al modelo de El señor de los anillos, cuenta con un incongruente rasgueo de guitarra española reconvertida a lo electrónico que uno no quisiera fuera debido a lo que imagina. Porque, verán, Van Helsing es (en la novela) holandés. O sea, flamenco. Y uno no quiere pensar que Silvestri haya pensado, "flamenco, guitarra, olé".
Lo mejor, el momento en que el fraile explica, mediante lo que no puede definirse sino como cómic, la leyenda de Drácula y la manera de destruirlo. Lo peor, que la película se alarga innecesariamente durante minutos y más minutos de peripecia y alardes espectaculares que son baratos y que, por desgracia, ni siquiera quedan lucidos. Los efectos especiales, por decirlo claro, son algo porrilleros. Uno empieza a temer que los estudios de Praga acaben siendo el equivalente a la Canon de los años ochenta.
Al menos la criatura de Frankenstein, ya digo, está tratada con cariño y respeto.
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