Vino también impaciente, como su hermano, llamando con fuerza a las puertas de la vida: Aquí estoy, quiero ver cómo es todo esto. Y la tarde fue una carrera continua, para llevar al hermano, aún pequeño, a casa de los tíos, y el barullo de pillar un taxi que nos llevara al hospital, que está a dos pasos.
Dijo aquí estoy y fue puntual. No nos hizo esperar como Daniel, sino que vino prontito, morenita y sonrosada. Cuando me la enseñaron a través del cristal del nido todavía tiritaba, como la criatura desvalida que aún era. Creo que no he sentido otro momento de ternura más grande en mi vida.
Le pusimos por nombre Laura (yo quería, se sabe, ponerle Leia). Y si los niños vienen con un pan bajo el brazo, ella vino con dos, o casi: porque estábamos a punto de preparar perritos calientes o así en el horno y, con las prisas, nos lo dejamos encendido. Y a las dos y pico de la madrugada, cuando ella ya estaba aquí, me acordé que nadie había apagado el susodicho. Fue una carrera más, otra más, hasta la casa, que ya saben ustedes que está a dos pasos. En efecto, el horno estaba en marcha todavía. Llegué justo a tiempo de apagarlo, pero todavía hoy se nota que la puerta está algo combada y que no cierra bien, por todo el calor acumulado durante cuatro o cinco horas. Tuvimos suerte.
A los dos días de darnos el alta tuvimos que volver a llevarla al hospital. Yo había advertido, mientras la contemplaba dormidita en la cuna, que se estremecía. Luego comprobamos que tenía fiebre. Y de madrugada hubo que llevarla allí de nuevo, adonde había nacido, mientras yo cuidaba a Daniel (que, con los nervios, nos dio esa noche una ración de vómitos). La tuvieron ingresada, que recuerde, díez días, y le tuvieron que cortar aquel pelo negro y rizado, tan hermoso. Nunca supimos lo que tuvo, pero parece que afortunadamente no tuvo nada.
Es caprichosa, de armas tomar. Tiene, como tuvo su hermano, un vocabulario florido, extraordinario: de más pequeña, nada más despertarse, y justo en esos minutos largos e intermedios que van desde el sueño a la vigilia, daba gusto oír cómo se expresaba, con un vocabulario y una dicción que para mí quisiera yo, la envidia del señor Acebes, sin duda. No sé qué extraños mecanismos mentales hacen que Laura hable como habla, que se explicotee como se explicotea ni, sobre todo, que sea capaz de leerme como me lee el pensamiento. Tengo la impresión de que es algo telépata. Intentar jugar con ella al veo-veo en inglés es causa perdida: acierta la palabra cuando todavía no he terminado de explicarla.
Adora las muñecas Barbie, y tiene un pato de peluche chico y feo que nos regalaron en Toys`r?Us antes de que ella naciera, que la acompaña todas las noches, como la manta de Linus (bueno, todas las noches no, que lo pierde siempre, y hay que ponerse a buscarlo después de que esté acostada y se de cuenta de que le falta). Ahora se está aficionando a las gameboys y es, como su hermano, con quien tiene la natural relación de amor, odio y celos, a los Pokemon Advanced. Ríanse los expertos en mutantes Marvel de todo el universo de bichitos raros que pululan en las consolas de los videojuegos.
Si tiene una virtud, es que es cariñosa. Insoportablemente cariñosa, en ocasiones, pegajosa a tope. Ama a la gente y la gente la ama a ella, y me divierte ver cómo, en el colegio, tiene amigas y conocidas entre cursos muy superiores al suyo.
Es mi vivo retrato en lo físico, aunque en lo psíquico imagino que se parece más a su madre. En una familia de cabezotas, es la más cabezota de todos, capaz de momentos de rabieta casi homéricos. Hay que verla cruzarse de brazos, hacer un puchero y decir "Me da igual" o "Pues ahora no como" para comprender lo que debieron ser las Furias de la mitología clásica. Me temo, ay, que está enganchada al ketchup.
Soporta bien el ritual de medicinas y alergias que los niños de hoy tienen que tomarse: hubo que taparle un ojo durante seis meses y ni rechistó; lleva gafas con coquetería femenina; le encanta que yo le seque el pelo y la peine, porque se lo dejo liso y brillante. Ahora parece que tenemos que ponerle un aparato en los dientes, que también se lleva mucho: a ver cómo lo soporta y cuántas veces lo parte.
Me desconcierta lo mío, porque es mujer y tiene una sensibilidad distinta a la que yo recuerdo de mi infancia y la que veo en su hermano, que se parece más a mí. Es apasionada y analítica al mismo tiempo. Estudia inglés y sé que le encanta; da clases de baile y tiene arte; se pirra por pillar este ordenador por banda y jugar con el Paint, pero de momento me resisto: tengo demasiados tesoros aquí dentro como para dejarlo en sus manos y no me ciega tanto la pasión de padre.
Creo que el momento más feliz de mi vida, lo he contado otras veces, puedo citarlo y todo: un verano, unos minutos fugaces en que ella, con un añito, correteaba por la orilla del mar. Una imagen para siempre.
Ama a Orlando Bloom por encima de todas las cosas. Fue a ver El señor de los anillos casi por cabezonería (le dije que iba a asustarse), y no hubo orco que le hiciera apartar la mirada de Legolas (espero que algún día sepa que me basé en el rubio elfo para algún detalle biográfico de Salther Ladane, mi Navegante). Tiene la casa llena de pósters y recortes, y los besa y los arrulla. Creo que ya ha olvidado a Alejandro Sanz, que fue su primer amor, cuando tenía poquitos meses. La que me espera, Dios, cuando tenga más años.
Le gusta leer, y a veces escribe y todo. Cuando va al cuarto de baño, no se lleva un libro: se lleva cien. Y le dan las tantas allí sentada, leyendo barcos de vapor y domadores de monstruos. Tiene a quien salir, insisto.
Hoy cumple ocho años, tiempo que pasa y no nos perdona.
Felicidades, Laura. We love you.
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