Dicen que la primavera la sangre altera. Mentira. Lo que altera es el sistema inmunológico de cada uno: o te pone burro burro o te pone a caer de un burro. Uno se acostumbra a las capas de piel sobre la piel y, a la que se despista, se pilla el catarro, la afonía, el resfriado o, peor de peores, la alergia.
Mayo es el mes de las flores. Ya. Y el mes de los pólenes. Y entre tanto cambio de clima y hoy con manguita corta y después con doble manga, los cólicos nefríticos están a la que salta (yo mismo, por ejemplo).
La primavera es una lata. Es además una estación cursi que sólo tiene su justificación porque las mujeres florecen también. Pero como uno se acostumbra a todo, en seguidita las mira como si nada. Es una estación adolescente, barrilluda, impaciente, que no sabe lo que quiere, si ser todavía invierno o si zambullirse de cabeza en lo que es el verano.
Uno prefiere, de toda la vida, y gracias a San John Keats, el otoño. Y como va para viejito a su pesar, el verano verano. Porque uno no trabaja, porque la playa es la playa, y porque además es la estación donde se apetece ese invento maravilloso cuyo creador jamás pasará a la historia de los benefactores de la humanidad. Me refiero, claro, al tinto de verano.
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