En este país (o en estos países) somos tan tontos y tan cicateros que, aparte de despreciar las buenas costumbres del vecino o del hermano, preferimos importar las barrabasadas de la gente de fuera: el fanatismo en el deporte, la intolerancia, la guerra.
Del pueblo catalán uno admira muchas cosas, aparte de su hermoso idioma, y una de ellas es esa costumbre de celebrar el día del Libro regalando un libro y una rosa. Con mucha paciencia, a cuentagotas, se va imitando en el resto de España, donde muchos de esos señores que se llaman libreros y que no son más que, en palabras de don Jesús Cuadrado, tenderos de libros, ni siquiera se enteran de que hoy, al menos, es tradición hacer un diez por ciento de descuento en el precio de los libros.
Yo llevaba años queriendo hacer en clase o en el cole eso que he visto hacer en la Semana Negra: el intercambio de libros. Y hoy, por fin, lo he hecho, jugando al amigo invisible: la premisa era regalar al compañero de clase que le tocara a uno en suerte un libro. Pero no un libro nuevo, sino un libro viejo, un libro leído, un libro querido. Y dedicarlo para que su nuevo dueño, cuando lo lea, si lo lee, tenga un recuerdo de su paso por este curso.
Ha sido una experiencia bonita, sencilla y entrañable. Libros de todos los gustos, malos y buenos, pero libros al fin y al cabo. Nos ha faltado la rosa, claro, pero valen lo que un cojón de pato y no es plan tirar la casa por la ventana. Otro año será.
Y es que regalar un libro es en el fondo eso, regalar una rosa, regalar una flor, regalar un beso de amistades y silencios.
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