Vaya por delante que mis únicas contribuciones a la comodidad de la humanidad son dar un par de ideas: fabricar tizas más pequeñas (¿por qué ese tamaño estándar, si lo primero que hace el que va a escribir en una pizarra es, zas, romperlas?), y fabricar mochilas transparentes, por lo que pasa. Son dos ideas, las ofrezco gratis.
No dudo de que el euroconector sea lo más de lo más: un solo cable que sustituye a mogollón de cables, que te evita tener que sintonizar canales y más canales, que lo mismo te salva de morir electrocutado en el invento. Cómo los ordenadores y todos sus miles de puertos de expansión (o como se llamen) no usan también un solo euroconector es algo que se escapa a mis cortas entendederas: la jungla birmana tengo detrás de la mesa, multiplicada por los cables del teléfono, el modem y el aparato de música mudo.
Lo que no comprendo es por qué los euroconectores son tan frágiles. Jolín, ciento y la madre de pequeñas púas y en el momento en que se escogorcia una de ellas, a la porra la bicicleta. No sé cuántos euroconectores me habré cargado ya en los videos y reproductores de DVD del colegio (televisores sí llevo la cuenta: dos), pero es que en el momento en que se les da un roce con una puerta, se rompen. O se sueltan con nada: ¿no podían llevar un sistema de abrazadera como los de las impresoras y otros puertos expansivos?
Por no hablar del detallito que más me obnubila, renunciado ya a tener un solo enchufe único y no ese mogollón de dientecitos de punta: ¿Por qué un terminal del euroconector se coloca de una manera y el otro de la manera contraria? ¿Por qué hay que darle la vuelta al cable?
No, no me lo digan. Lo imagino. Para que se rompa.
Menos mal que todavía son baratos y no hemos llegado a los extremos de absurdo de los cartuchos de tinta y las impresoras, ¿eh?
Uy, perdón, acabo de dar otra idea.
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