Esto me pasa por bocazas. Supongo que sabrán ustedes (y hasta lo habrán experimentado en sus oídos) que no hay nada peor que escuchar batallitas ajenas. Sobre todo si esas batallitas ajenas no son anecdóticas y divertidas (o tristes) de por sí, sino que se refieren a viajes y circunstancias que uno no ha visto porque, ay, ha tenido que quedarse en tierra. Vamos, que si terrible es que alguien te ponga cada vez que lo visitas en casa el video de su boda, o del bautizo la comunión de sus hijos, o las diapositivas de aquella vez que estuvo en Venecia (con moviola y repetición de la jugada), tampoco se queda a la zaga que te cuenten un viaje, que parece que uno vuelve de algún sitio y se le va la vida en detallar las cosas.

Pues ayer, como lo había advertido, mis amigos S y JC se quedaron con las ganas de contar y contar, porque sabían que yo iba a referir la historia en esta bitácora y dijeron que de eso nada. De las cinco o seis horas que estuvimos juntos ayer, con un almuerzo magnífico a base de pescao frito en Puerto Real, y unos dulcecitos de impresión, y el gin tonic y el cafelito de media tarde en nuestro irlandés de toda la vida (vamos a iniciar, como si lo viera, una sesión infantil, porque nos llevamos a los niños para que dieran el cante y jugaran a esa chorradita tan divertida que es crear la torre con piezas que luego se desploman), pues bien, de ese ratito tan bueno que echamos ayer, solo hablaron del viaje a Florida, Disneylandia, Miami, Los Cayos, los Everglades, los estudios Universal, Cabo Cañaveral nueve veces (las fui contando). Nada más. Lástima.

Y es que eso no se hace. Uno viaja y tiene que dar la lata y poner los dientes largos a los demás. Hay que entronizar la memoria de nuestro amado Capitán Tan, el de "en mis viajes por todo lo largo y ancho de este mundo"; los jóvenes ni sabrán a quién me refiero, un nota parecido al primer marido de Carmen Sevilla con salacot y gafas y una camisa de rayas la mar de hortera. La infancia, que todo lo vuelve entrañable.

Esto, insisto, no se hace. Qué gran filósofo, qué gran conocedor de la mente humana (y masculina) fue Luis Miguel Dominguín, que dicen que cuando se llevó al catre (o al revés) nada menos que a Ava Gardner, al terminar la faena se vistió de pronto. Y ella, la diva, el animal más hermoso del mundo le preguntó que adónde iba. Y el maestro, sincero y ufano, caballero español, le dijo muy tranquilo: "Abajo, al bar, a contarlo".

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Comentarios

1
De: de un viajero Fecha: 2004-04-18 11:29

a buenas horas nos levantamos, hermano. que pasa, que la noche no dio para más...bueno. Bonito lo que escribes y preciso y sabes que no es costrumbre de esta familia dar más palizas de las necesarias y menos a los buenos amigos. por cierto anoche leí algunos "atrasados" en especial, el del cangrejito, realmente sincero y tierno. deberían de publicarlo y darlo a los padres en residencia junto a ese paquete de dodotis y otros enseres que ya casi ni me acuerdo. besos de la familia viajera. S, M, S y JC.



2
De: RM Fecha: 2004-04-18 11:35

Es que el horario de la página está desfasado con la realidad. No como otros, que seguro que se acaban de levantá



3
De: Darkmon Fecha: 2004-04-19 08:20

¿Porque el ser humano medio es tan patético que generalmente valore y priorice mucho más unas cuantas palabras que un acto? Y que conste que, en más de una ocasión, me meto en el saco. Genial la frase de Dominguín, que lo resume todo con sencillez. Y es que, en ocasiones, creemos que valemos exactamente lo que se nos valora (y no lo que nosotros mismos nos valoramos), y estamos más interesados en la opinión que se tiene sobre nosotros que en el sentido de nuestros propios actos de por sí.