Real como la vida misma. Todavía no salgo de mi estupor, oigan.
Resulta que ayer llovía a mares, más o menos a estas horas. Teníamos que evacuar la casa: Daniel y yo a la vacuna de la alergia, Laura y mi mujer al pediatra (que es peruano y charla por los codos y me envidia porque dice que le recuerdo a Vargas Llosa, un honor literario que me supera pero, cónchiles, que lo diga, que lo diga).
Bueno, pues en medio de la tormenta, decidimos que es el valeroso papá quien saldrá primero de casa, sacará el coche del aparcamiento, dará la vuelta a la manzana y recogerá al clan familiar.
Perfe. Entonces nos asomamos a la ventana (vivo en un primero, en una calle en pendiente, si pasan ustedes por debajo, se reconoce por las bicis apiladas contra el cristal del balconcito y, sobre todo, por el poster de Star Wars que se ve desde la acera), y vemos que alguna obra (sin permiso de obras, imagino), ha regado tooooda la calle, unos treinta metros o así, de capachos de escombros amontonados en grupos de tres, unos setenta capachos o cosa así, pegaditos a la pared, para no molestar... y cubriendo la puerta de la calle de mi casa. O sea, que no puedo salir, ni nadie puede entrar.
Llamo a la policía local. Me responde un señor con voz de dormido, de bruto o de tomar café (lo mismo es todo a la vez). Oiga, le digo, y le cuento lo que pasa. Que no puedo salir de casa. Y el tío me dice: ¿Quiere usted denunciar a alguien? Y yo le digo que cómo voy a denunciar a nadie, si no sé quién está de obras ni me importa, que lo que quiero es poder entrar y salir de mi casa. Y va el poli y me dice que qué quiero yo que ellos hagan. Hombre, le respondo, mandar a un agente y que vea quién está plantando los escombros en mi puerta y le diga que los retire, ¿no?
Pues no. El señor del teléfono me dice que cómo va él a descubrir quién está haciendo la obra, que le pregunte al presidente de mi comunidad. En vano intento hacerle razonar al tío que el presidente de mi comunidad tiene ochenta años y que, además, la obra no es de mi bloque, que no sé ni siquiera de dónde es, pero que no me deja salir de mi casa. Y el tío erre que erre, que cómo va él a investigar eso, que qué quiere que haga, que baje yo y le diga a los tíos que me libren la puerta.
Pero es que no puedo salir de la casa, le insisto, que yo no soy policía ni puedo hacer su trabajo por ellos: Que por favor me mande un agente que le diga que me dejen la puerta libre, que seguro que tiene más autoridad que yo, no vaya a ser que encima acabe metido en pelea. Y el tío que no, que cómo va la policía a hacer una investigación de esas, qué difícil, que lo averigüe yo. Y yo venga a decirle, hombre de Dios, que ese no es mi oficio, que yo no he ido a ninguna academia de policía, que lo que quiero...
Lo menos diez minutos. Al principio, hasta me hacía gracia. Al final, acabé cagándome en los muertos del incompetente aquel y le colgué. Tonto estuve: tendría que haberle pedido el número de placa y ponerle a él la denuncia.
Me asomé a la ventana justo en el momento en que los dos albañiles aparecían con más sacos. Y les pegué un grito que resonó por toda la calle: O me despejáis ahora mismo la puerta o en dos minutos tenéis aquí a la policía.
Me creyeron el farol y por fin pudimos hacer todas las visitas de rigor. Hoy han vuelto a las andadas (se ve que sólo destrozan tabiques por las tardes) pero al menos me han dejado la via expedita.
Lo peor de todo el asunto, imaginen que yo llamo a una policía más de verdad y les digo: Oiga, que hay un señor con turbante y chilaba que se está vendando el pito y tiene todo el cuerpo rodeado de cartuchos de dinamita, que parece el Coyote a punto de lanzarle la fábrica Acme al Correcaminos, ¿pueden ustedes venir a decirle algo? Y el poli me diga, lo siento, ¿cómo vamos a investigar esas cosas? Baje usted y pídale un poquito de algodón para los oídos, y no moleste a las fuerzas de seguridad con esas cosas.
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